Yo fui novio de Ayumi, la estrella porno más rutilante del momento. Podría decir incluso que fue por mí que ella entró en el mundo del porno, porque cuando en su primer casting le preguntaron si ella hacía sexo oral, sexo anal, fisting, squirting o qué se yo, ella pudo decir a todo sí, pues a todo se inició conmigo. Cuando la conocí era bastante inocente en ese terreno, ella quería tener un novio y follar —hacer el amor— un par de veces a la semana. Conmigo se convirtió en un torbellino, quiso hacer de todo, me pidió que le enseñara todo. Por un tiempo los dos nos convertimos en auténticos animales, incapaces de despegarnos el uno del otro, follando y ensuciándonos de cualquier forma imaginable. Los dos éramos camareros en El Rinconcito, un restaurante mexicano en Wilshire Boulevard. Los dos estábamos en Los Ángeles como idiotas esperando a que la ciudad nos aplastara: ella quería ser actriz, yo aún tenía esperanzas de triunfar como guionista. No sé muy bien qué vio en mí, nunca he llamado la atención de las mujeres —excepto de aquellas que a posteriori han demostrado tener serios problemas psicológicos, para esas soy un imán—. Quizá fue el prestigio intelectual que podía desprenderse de que los compañeros del trabajo me llamaran “El Escritor”, pero el caso es que ella, una mujer escandalosamente atractiva, me eligió a mí, con mis gafas, mis setenta kilos, mi piel pálida. Lo hicimos por primera vez en el mismo restaurante, una noche en que nos tocaba cerrar a los dos. Ella fregaba el suelo y, al sacar la basura, la empujé sin querer al pasar por su lado. Nos miramos un segundo. Como en una película romántica, me tocó la mejilla y me besó sin decir nada. Yo cogí su mano y la puse en mi entrepierna. Una después semana ya estábamos viviendo juntos.
Ahora, con la perspectiva distorsionada y un tanto idiota que da el tiempo, añoro esos días, los días de El Rinconcito, cuando no teníamos dinero y nos matábamos a trabajar, y en los ratos libres que el trabajo nos dejaba nos matábamos a follar. No había nada más. La gente del restaurante nos trataba bien y eran como amigos para nosotros, a veces al cerrar nos quedábamos todos y bebíamos tequila. Alguien cantaba corridos y ahí estaba la felicidad, aunque no lo sabíamos. Era una vida cómoda y feliz, pero los dos teníamos esperanzas puestas en otro sitio y no nos dábamos cuenta. La esperanza es lo que hace que la gente desee estar en un lugar diferente del que está en ese momento. Buscar un lugar diferente es lo que hace que las cosas generalmente vayan a peor.
Un día Ayumi fue a uno de tantos casting —entre turno y turno en el restaurante se las apañaba para ir a ocho o nueve casting a la semana, yo en cambio casi no escribía una línea, no enviaba un guión— y allí le dijeron: “Te has equivocado, monada, este no es el casting para una película convencional, este es un casting para hacer porno.” Y luego también: “Por favor, quédate de todos modos porque buscamos chicas como tú.” Ella se lo pensó, me consta que se lo pensó. Incluso me llamó por teléfono, pero supongo que yo entonces ya estaba obsesionado con tener dinero, culpaba de mi sequía como escritor a los largos turnos en El Rinconcito, si dispusiese de más tiempo para mí, me decía, podría concentrarme en escribir una gran obra. Fui yo quien le dijo que se quedara, que nunca se sabía de dónde podían venir las oportunidades. Y entonces, cuando le preguntaron si estaba dispuesta a hacer sexo oral, sexo anal, fisting, squirting y todo eso, ella dijo sí. Y yo la imagino sonriendo mientras lo dice.
Su ascenso, supongo que como todo en el mundo del porno, fue meteórico. Pasado un mes de aquel casting ya no trabajábamos en El Rinconcito. Pasados tres meses nos mudamos a una casa en Brentwood. Ella rodaba continuamente, era la actriz de moda. Yo por fin podía dedicarme a mi sueño de escribir sin preocuparme por cuestiones económicas, aunque la verdad es que tampoco escribía demasiado. Digamos que de repente me dí de bruces con un estilo de vida con demasiadas distracciones: fiestas, muchas fiestas, dinero, mucho dinero, y drogas, muchas drogas. El ambiente de la alta sociedad del porno es igual al de cualquier otra alta sociedad: en una fiesta de, por ejemplo, Hollywood hay cocaína y hay sexo sórdido, sólo que la gente se comporta como si no lo supiera; en las fiestas del mundo del porno hay cocaína y sexo sórdido, todos lo saben y nadie trata de disimularlo. Nuestra nueva casa tenía piscina y yo, cuando no estaba durmiendo la resaca de la noche anterior, pasaba las horas muertas en el agua. Siete u ocho horas al día. Siempre me han gustado las piscinas.
¿Me importaba que ella se acostase con tanta, tantísima gente? ¿Me molestaba que millones de hombres la vieran desnuda, que fuera el sueño húmedo de medio planeta? No lo sé, en aquel momento pensaba que no. Yo también me acostaba con otras mujeres, la mayoría actrices porno como ella, compañeras suyas que venían a casa a visitarnos. Para esas mujeres el sexo era lo más cotidiano del mundo y lo dispensaban con total naturalidad, como si fuese dinero; un día me veían triste en una fiesta, decaído o cansado y decían: venga, voy a hacerte una mamada. Sí me molestaban las miradas cuando paseábamos por la calle, hombres que la reconocían y la miraban lascivamente y luego posaban sus ojos en mí y parecía que decían “a tu novia se la folla todo el mundo”, o bien “conozco milímetro a milímetro el cuerpo desnudo de tu novia.” A veces le contaba todas estas dudas y ella intentaba tranquilizarme, me decía esas cosas que supongo son las habituales en casos como éste: que para ella el sexo ante la cámara era un trabajo, que no disfrutaba nada con esos hombres, no sentía nada, yo tenía lo más importante, la tenía a ella de verdad y era conmigo con quien realmente disfrutaba en la cama. Yo aceptaba estas explicaciones sin indagar demasiado y enseguida me sumergía otra vez en la nueva vida, la piscina y las fiestas.
Pero cada vez iba sintiéndome más inseguro, hundiéndome un poco más en las dudas y los celos. Al cabo de un tiempo el sexo entre nosotros cambió. Naturalmente ella acabó por relajarse, el torbellino se apaciguó un poco. Harta de practicar sexo acrobático, sexo violento, sexo irreal, como ella decía, conmigo quería hacer cosas más convencionales, acariciarnos, besarnos y ser suaves. Yo sin embargo sentía la necesidad de hacer lo que sabía que ella hacía en todas sus películas, como si de algún modo quisiera competir con los mastodontes con los que trabajaba. A menudo los prolegómenos del sexo para nosotros desembocaban en una triste, anémica pelea.
Y luego estaba el problema de la esperanza.
La esperanza, sólo la esperanza, es lo que mueve a las personas, lo que las hace desear ir de un sitio a otro. Cuando la esperanza muere somos capaces de aceptar cualquier cosa, quedarnos para siempre en el lugar más horrible del mundo, porque ya no sentimos el impulso de estar en ningún otro. Visto desde aquí, desearía que nuestras esperanzas hubieran muerto mientras trabajábamos en El Rinconcito, habernos quedado allí para siempre, pero, obstinadas, se empecinaron en sobrevivir un poco más. La esperanza de Ayumi murió al poco de llegar al porno, alguien le dijo que después de hacer todo lo que había hecho nadie le daría trabajo como actriz convencional. Entonces abrió los ojos y se rindió, decidió que ya no tenía necesidad de ir a ningún sitio, que allí en Brentwood no se estaba tan mal. Se conformó. Mis esperanzas de ser escritor también estaban a punto de morir. Yo era consciente y me horrorizaba en lo que me convertiría entonces: un marido mantenido por el sórdido trabajo de su esposa, un enclenque acariciando el pelo de Venus por las noches, antes de que con la luz del sol viniesen decenas de hercúleos idiotas a llevársela. En un principio había pensado que todo aquello del porno iba a ser temporal, hasta que yo comenzase a vender guiones y a ganar el dinero suficiente para que ella lo dejase, pero entonces ya sabía que en cualquier momento acabaría por rendirme. Incluso si no lo hacía, si milagrosamente vendía de la noche a la mañana un guión que ni siquiera había escrito, ya no sería tan fácil convencer a Ayumi para que lo dejase, ella estaba cómoda allí. Hubiera estado cómoda en cualquier parte.
Entonces, aproximadamente al año de su conversión en estrella, ocurrió el accidente. No fue nada grave, una caída un poco estúpida en un quad que yo había comprado poco antes, pero Ayumi se fracturó una muñeca. Dos meses con escayola; no podría rodar en todo ese tiempo. Su agente, que también era el productor de casi todas sus películas, dijo que en el mundo del porno dos meses eran mucho tiempo, que no podía permitirse, ahora que estaba en la cima, parar dos meses sin ofrecer ninguna novedad al mercado, la gente la olvidaría, pero que no desanimásemos porque había una posibilidad para aguantar la espera. Esta posibilidad consistía en filmar una película documental sobre Ayumi. No se trataba, por supuesto, de un documental al uso, sino de algo muy habitual en el porno: una película recopilatoria con sus mejores escenas en películas anteriores, seleccionadas y comentadas por la propia actriz. De esta forma, nos explicó, sólo necesitaríamos filmar los comentarios de Ayumi y para esos comentarios no importaba que tuviera la muñeca escayolada. La idea la entusiasmó: una película documental sobre su trabajo era una evidente prueba de éxito. A mí me también me pareció bien, era una forma de mantenerla alejada de los platós durante un tiempo.
Al poco de ponerse manos a la obra, ella volvió a casa con una nueva idea de su agente: la película, además de las escenas recopiladas del trabajo anterior, debía contener algo nuevo para no defraudar a los completistas que habían visto toda su filmografía. Este algo nuevo debía ser original y rompedor, algo que justificase la compra por sí solo: un vídeo casero de Ayumi en la intimidad, haciéndolo con su pareja real, en su casa real y grabados con una cámara doméstica. Dirían que esa escena la había grabado para su uso privado, de tal forma que el espectador tendría la sensación de estar viendo a la verdadera Ayumi, a la mujer detrás de las cámaras, y no a la actriz. La muñeca escayolada no sería aquí un impedimento, sino un indicio de mayor verosimilitud.
No me opuse a aquel plan. Al contrario, me mostré dispuesto y hasta un poco entusiasmado. De esta forma, dije en voz alta, contribuiría por una vez a ganar dinero en aquella casa, pero creo que la razón real fue que quería estar al otro lado de la cámara, sentir lo que ella sentía, pertenecer a ese mundo que me estaba dejando de lado, que me la estaba quitando.
Grabamos los dos solos, como si realmente fuese un vídeo doméstico para nuestro único uso. Al hacerlo entendí al fin lo que Ayumi quería decir cuando me pedía sexo convencional. No era una cuestión de fuerza o de suavidad, era una cuestión de posturas, de contacto. En el porno, con el objetivo de mostrar cuanto más mejor, los dos amantes copulan lo más separados que pueden para que los cuerpos se aprecien con claridad: la mujer acostada y el hombre erguido, por ejemplo, formando un absurdo ángulo recto sin casi tocarse, unidos sólo por los órganos sexuales. Los amantes convencionales, sin embargo, lo hacen como si fuesen uno, se abrazan, se entrelazan, intentan unirse con toda su piel. Si grabáramos a escondidas a estos amantes casi no veríamos nada, dos cuerpos en un solo bulto, una espalda sobre otra, brazos, piernas… los órganos sexuales quedarían ocultos en el interior de un marasmo de carne.
Aquel vídeo concebido como una grabación íntima nunca fue real; fue porno, lo más lejano a lo convencional que podía ser una pareja. La cámara estaba allí delante y nos exigía distancia. Yo intentaba recostarme sobre Ayumi para besar su cuello y ella me empujaba hacia atrás, para mostrar bien cómo la penetraba. Buscaba acariciar sus pechos con la palma de mi mano y suavemente me la apartaba, tenían que verse bien, enteros, dando pequeños saltitos mecánicos con cada una de mis embestidas. Al fin, cuando el televisor nos mostró a los dos haciéndolo, lo comprendí. Esperamos a que su agente viniese a casa para ver el vídeo juntos y, mientras ellos dos proferían exclamaciones de entusiasmo, lo real que parecía, lo bien que estábamos ambos, vi la verdad. Vi en ella los mismos tics, los mismos gestos de placer —una mirada de reojo a la cámara—, que en todas sus películas. Descubrí que no había diferencia entre mí y todos los demás, que no había diferencia entre la actriz que se follaba todo el mundo y la camarera que me follaba yo. No había nada especial. O bien ella disfrutaba en el plató con sus musculosos actores igual que disfrutaba en la privacidad conmigo, o bien fingía con todos sin distinción. Camarera y actriz eran la misma persona, y quizá esa persona no follaba con nadie, sólo con la cámara.
Quizá el amor que sentía por mí había muerto con la esperanza, hacía ya mucho tiempo, o quizá nunca había existido, quizá simplemente vi a Ayumi por primera vez desde fuera.
No quise saber la respuesta. Al día siguiente sin decir nada hice las maletas y dejé aquella casa.