Amores líquidos

He vuelto a casa, a los cincuenta metros cuadrados a las que algunas llaman ático aunque no sea más que el piso más pequeño de la cuarta planta de la calle Escuela, en pleno centro de Chiclana. No lo hecho inmediatamente, me he tomado mi tiempo. Después de dejarla en Sarranz he conducido con gusto, he pensado poco, he puesto el disco de The Clash y no he parado de canturrear durante todo el trayecto de vuelta. Aún olía el asiento del copiloto a su perfume, no al que acostumbra a llevar sino al otro que se puso cuando la llevé a casa, un Lolita que olía duro. En cierta manera me alegré de oler a nadie, para dejar de pensar en ella rápido, más rápido de lo que suelo hacer. Desconecto pensando en otra, o en el fútbol o en la última reunión del partido. Sebastián no lo hace mal, toma decisiones, ordena y manda como quien pide un favor pero mirando a los ojos con decisión y distancia. No hay dudas cuando mi jefe me pide que le redacte el informe del comisionado o que haga la llamada a la embajada de K. Así miro yo también a Raquel,  cuando le señalo el camino que quiero que tomen sus manos y las arrastro hacia mi polla, hasta hacerme olvidar que soy Iván, que tengo 45 años y que cada noche ceno solo delante del televisor. Podría cenar con Estrella, como lo he estado haciendo durante los últimos cuatro años, no todas las noches, sí las alternas, las que podía y quería, o ella me dejaba querer. Volvía de Sotador y conducía un rato hasta su casa, a las afueras de la ciudad, a veinte metros de la playa,  cogidos de la cintura. Sus finos labios me sonreían llenos de entusiasmo porque la agarraba como ella quería, como si me perteneciera, ella que parecía no querer ser de nadie y yo que parecía no querer ser dueño de nada, cerraba los ojos y la besaba sin mirar su boca, deslizando la punta de mi lengua entre sus dientes sólo un poquito, para que fantaseara con la ilusión de ser mi dueña.

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