Me dijo que ya no quería seguir, que no podía.
Había momentos en los que le miraba y todo se desvanecía. A veces se distraía mirando por la ventana, y exclamaba de vez en cuando un ¡mira! si veía algo peculiar por la calle.
Se podía pasar sin hablarme horas, incluso días, para que pasado ese tiempo en el que, supongo y yo quería creer, meditaba su vida e intentaba ordenar su caos, me cogiera y dijera abiertamente que iba a explotar de amor.
Le creía. Porque me demostraba en una hora lo que me quitaba en catorce días cuando estaba en otro mundo. Por eso me acostumbré a ese tipo de relación, rara, extraña y práctica. Digo práctica porque dentro de ese pequeño acuario en el que vivíamos, no chocarse era difícil, pero no hablarse era sencillo. Vivía sola durante mucho tiempo, un ignorar mutuo, fantasmas que se cruzan pero no se pueden rozar aunque quieran.
Cuando me hacía el amor, nunca era igual. Incluso alguna vez, le oí nombrarme de una forma distinta al que ponía en mi carnet de identidad, pero no se lo decía, prefería llamarme de mil maneras antes que interrumpir la manera en la que me estaba queriendo. Otras veces, me cogía con rabia, después de estar absorto en sus pensamientos, y me decía «no me puedes dejar, no te voy a dejar yo, ¿vale?», una mezcla de sexo e inseguridad que me hacía llegar al orgasmo siete veces en la misma noche.
Y al día siguiente de uno de sus momentos de lucidez, se fue. Supongo que su beso en la frente y la nota en la nevera “adiós, querida” eran más que suficientes. Tan Oscar Wilde, tan dramático siempre.
Pero sé que va a volver, porque se dejó olvidado la mitad de mi corazón y un trozo de cuerda, con la que jugueteaba cuando se estaba inventando algo. Y él no puede decir nada de su vida que no se haya inventado ya.