Rubén Rodrigo (Salamanca, 1980), inauguró el pasado 30 de noviembre en el Domus Artium 2002 de Salamanca su más reciente trabajo, ’La luz y la furia’ en el que se enfrenta nuevamente al desafío de darle voz y lugar a la luz, a través de obras de pequeño y grandes formato.
Rubén es un pintor lleno de sorpresas. Su obra profundiza en la materia y la energía que hay en el color. Hablando con él pude entender que en lo aparente —esa mancha de color que nos invita a cruzarla— no está el quid del asunto.
El artista permite que el color se exprese y se transforme. Se interesa por las alteraciones que el tiempo y la luz provocan sobre la obra, las asume y las deja fluir. En ese diálogo, o mejor, en esa puesta en común entre el artista y su obra, durante días o semanas, no hay sitio para la inmediatez. Su obra funciona como un trasiego de materia que se derrama una y otra vez, engrosando la capas de memoria que conviven en la superficie pictórica.
Esta praxis que funciona a la manera de un ritual, requiere de un alto grado de estoicismo, tal como la marea que se va extendiendo en silencio y sin aspavientos, pero finalmente conquista la tierra.
Os recomiendo que sigáis a este artista y paséis por Salamanca para ver su maravillosa exposición, que estará colgada hasta marzo de 2019… El jamón de Guijuelo de postre.
¿Cómo llegaste a la pintura?
La pintura llegó a mí de golpe la primera vez que entré en el Museo Del Prado. Se me reveló como algo mágico y secreto delante del ‘Cristo Crucificado’ de Velázquez. Fue una epifanía pagana de algo que desde entonces para mi es religión, la luz y el color.
¿Qué profesores fueron claves en tu educación?
He tenido profesores muy buenos y muy malos, y todos ellos me han ayudado de alguna forma. Si he de nombrar a uno del primer grupo sería Santiago Serrano.
¿Tu aproximación a esta técnica es exclusiva o te mueves en otras disciplinas?
Mi producción artística es exclusivamente pictórica. También hago fotos y escribo, pero no es algo que creo que le interese a nadie.
El artista se nutre de otros intereses y otras disciplinas, es algo muy común que complejiza justamente el proceso de producción de las obras. Tal como lo diría mi psicoanalista, hay constantemente unas «asociaciones libres» personales e intransferibles. Me gustaría que me contaras más de esos intereses de los que no quieres hablar.
Soy un lector voraz. Sobretodo de narrativa. Me interesa mucho el lenguaje, los códigos de comunicación, la publicidad… El cine, por supuesto.
La música también ha sido un motor importante en mi vida. Toco la trompeta y he colaborado durante años en un proyecto artístico importante con el que grabamos dos discos. Hay algo en la música, en el jazz, en la improvisación, que siempre he necesitado a la hora de desarrollar mi trabajo, esa sorpresa, el discurrir sin un guión marcado ha sido mi método durante muchos años.
Dentro del proceso de producción de tu obra el paso del tiempo es un elemento clave. ¿Podrías contarnos más sobre esto?
El paso del tiempo es algo que empezó a preocuparme cuando no podía disponer de él a mi antojo. El ritmo de vida que llevamos actualmente y otras ocupaciones hacían que el acercamiento a mi trabajo fuera muy breve y acotado. Esto influyó en la planificación de las rutinas de trabajo, cosa que hasta el momento yo no contemplaba, y en la intensidad de esos momentos.
Yo entiendo la pintura como sedimentación. Es muy importante para mí que las imágenes vayan formándose y conviviendo conmigo. Los cuadros tienen una presencia muy poderosa pero dependen de mí. Hay obras que funcionan muy bien durante un rato y al día siguiente no aguantan la mirada. Ejercen una seducción intensa pero precaria. A mí me interesan los que pasan desapercibidos al principio y luego no puedo dejar de mirar.
Hay otra característica ligada al tiempo que es muy fuerte en tu obra y es la atemporalidad.
Yo soy hijo de mi tiempo, pero en mi trabajo busco lo sublime. Decía Yves Klein que el color está vivo, como nosotros, pero su huella permanece. Es atemporal en su fisicidad pero profundamente ligado a su tiempo culturalmente. Esa dicotomía me interesa muchísimo y es la que trato de abordar.
¿Puedes explicarte más, por favor? Para mí tu obra funciona como una resistencia al momento contemporáneo que vivimos y eso la hace profundamente poderosa y atrayente.
Es que creo en la pintura como ejercicio de resistencia, de ingravidez. Frente a la celeridad del momento contemporáneo yo busco que el espectador se pare a contemplar. Mi trabajo funciona muy bien de lejos, es impactante, pero quiero que el espectador se acerque y contemple la superficie, las intersecciones del color, el encuentro de las manchas con el fondo. La delicadeza de la superficie, los reflejos profundos.
Creo que es muy importante atrapar la mirada y la experiencia del espectador y el color está ligado a nuestra memoria y a la biología, es atávico. Nos emociona y activa nuestros sentidos, pero ha cambiado mucho a lo largo de la historia. El amarillo, por ejemplo, era un color ligado a lo sagrado en Grecia y Roma. Se usaba en rituales religiosos. Y sin embargo en la Edad Media empezó a ser un color maldito, relacionado con los traidores, e impuesto a los enfermos, los excluidos y reprobados (judíos, herejes, leprosos, condenados…) en forma de insignias indumentarias.
¿Cómo defines la relación que hay en tus obras entre la tradición occidental y la tradición oriental?
No sé si sabría definirlo. Ese es el punto hacia el que voy y dónde converge mi trabajo. Hay muchas cosas que me interesan de la tradición oriental: la importancia del ambiente, el cultivo de la elipsis, las pausas, la contención, el efecto del tiempo, la importancia de la sombra…
Pero yo soy occidental, con nuestros vicios y virtudes. Busco mi manera de aproximarme a ello sin ser un turista, sin caer en la obscenidad.
En la arquitectura tradicional japonesa el espacio más privado de la casa, casi en total oscuridad, se destinaba a una pequeña obra de arte que había que adivinar, que no se podía ver de un vistazo, que se contemplaba a veces con la llama titilante de una vela. Esto me parece fascinante y desde luego me interesa más que el uso casi pornográfico que hacemos de la luz en occidente.
La relación con la luz va más allá de del color, tiene que ver con el proceso, con el montaje de la obra, ¿es así?
En mi última exposición, ‘La Luz y la furia’, que acaba de inaugurarse en Salamanca, he tratado de darle mucha importancia a esto. Es algo que ya advertí en mi anterior proyecto.
Cuando llevas las piezas del estudio a la sala de exposiciones el encuentro con la luz, en mi caso, siempre es una sorpresa porque el color reacciona de maneras muy diversas. Hay piezas que tienen una capacidad de absorción tremenda, que son magnéticas, que funcionan muy bien con toda la luz que les des, pero otras necesitan más intimidad, más contención, necesitan un espacio más privado y aquí surge mi encuentro con el arte oriental.
En la arquitectura tradicional japonesa el espacio más privado de la casa, casi en total oscuridad, se destinaba a una pequeña obra de arte que había que adivinar, que no se podía ver de un vistazo, que se contemplaba a veces con la llama titilante de una vela. Esto me parece fascinante y desde luego me interesa más que el uso casi pornográfico que hacemos de la luz en occidente.
También me parece interesante la relación con la tecnología que, aunque somera y tímida, tiene mucho sentido en tu obra.
Como te decía antes soy hijo de mi tiempo, pero la tecnología me interesa lo justo. En mi anterior exposición había un guiño a la tecnología en el título: ‘Sumi_RGB’. Era algo poético porque a mí lo que al final me interesa es hablar de pintura.
En ‘La Luz y la furia’, por ejemplo, hemos iluminado una pieza con la luz azul de parada de un cañón de vídeo. Me pareció una idea muy divertida y el resultado ha sido, además, bellísimo. La exposición es una divergencia entre lo científico del color y lo espiritual.
¿Qué pintores de tu generación te interesan?
Me interesa el trabajo de muchísima gente. Sería injusto no nombrar a todos, así que quedémonos con la idea de que me suelen interesar las cosas cuanto más se alejan de lo que yo hago.
A lo largo de tu carrera, ¿cuál ha sido el proyecto que para ti tiene una especial importancia o ha significado un punto de inflexión?
Sin duda alguna la exposición que acabo de inaugurar en el Domus Artium de Salamanca. No porque sea la última, sino porque de verdad siento que es un punto de inflexión en mi carrera. Tener medio museo para ti solo y la confianza del comisario y de la directora creo que es algo verdaderamente importante.
¿Vives del arte?
Vivo por y para el Arte.
¿Cómo ves el circuito artístico local?
Lo vivo con mucha alegría y optimismo. El circuito artístico madrileño es muy divertido. Somos una gran familia y tratamos de sacar lo mejor de nosotros. Creo que hemos pasado por años complicados y que está mejorando bastante. Lo bueno siempre está por llegar.
¿Qué hay de self portrait en tu obra?
Aparentemente poco. Yo puedo llegar a ser una persona muy escandalosa y ordinaria pero intento que mi trabajo sea lo más hermoso que puede salir de mí.
¿Qué viene después de esta expo en el Dormus Artium2002?
El merecido descanso del guerrero.
¡Pero la cabeza no para! ¿Desde qué lugar te gustaría partir cuando vuelvas a la carga, tienes alguna intuición?
Necesito distanciarme de mi trabajo. Llevo dos años muy intensos y lo que tengo claro es que no me gusta repetirme. Para mí es muy importante mantener un nivel de sorpresa e improvisación en los procesos y el momento en que éstas se agotan el trabajo pierde fuerza. En cualquier caso la fórmula que siempre he usado a la hora de «volver a la carga» es empezar donde lo dejé. En ese sentido siempre he sido más de Matisse que de Picasso. Nada de saltos mortales.
Imágenes cedidas por el artista de su exposición ‘La luz y la furia’, en el DA2 ©