No, señores, no siempre se van los mejores. A veces se van los peores. Y lo hacen en la intimidad de sus habitaciones, rodeados de sus seres queridos que les acarician la mano hasta que exhalan el último aliento y dejan este mundo, esperamos que, al menos, con la conciencia intranquila. O ni siquiera eso. Hay personas que se creen por encima del bien y del mal. Hay personas que no saben qué es el bien y qué es el mal.
Vivimos en España, el país en el que los dictadores mueren apaciblemente sin haber sido juzgados, y mucho menos condenados. Franco murió en la cama y la gente hizo colas kilométricas para despedirle. A veces, la única explicación que encontramos a esto es que somos gilipollas. O peor.
Y es que parece que la muerte te convierte automáticamente en una gran persona, que cuando llega sólo quedan las luces y es de mala educación penetrar en las sombras. No hay más que darse una vuelta por los vergonzosos titulares que esta semana nos han regalado los medios de comunicación tras el fallecimiento de la Duquesa de Alba: Adiós a la duquesa pop, Última despedida a la duquesa rebelde, La duquesa con leggins (en serio) y un largo etcétera que nos sonroja, especialmente eso de que era indomable porque se negaba a ponerse tacones. Está claro, los ricos también lloran, pero por otras cositas.
Ha muerto un ser humano y eso es (casi) siempre es una mala noticia que merece nuestro respeto, pero, por favor, seamos serios. Que Cayetana Fitz-James Stuart fue mucho más que Grande de España, amoríos, glamour, papel couché y frivolidades varias. También ha muerto la mujer cuyo patrimonio, estimado en más de 3.000 millones de euros, estaba exento de impuestos en un 90%. La mujer que más subvenciones recibía de la Unión Europea por tierras en las que no se da trabajo a los jornaleros que sufren un dramático desempleo masivo. La latifundista, que rima con casta clasista.
Fotografía: Eric Huybrechts ©