El síndrome postvacacional es poner el despertador la noche del 31 de agosto después del Orfidal de rigor. Que suene la mañana del 1 de septiembre y no desperezarse sobresaltado ni con prisa. Quedarse en pijama, abrir el ordenador, entrar en Twitter y en Infojobs.
El síndrome postvacacional es comprobar 100 veces en esa mañana del 1 de septiembre que, efectivamente, tienes el móvil con sonido. Mirar la pantalla, al menos 200, esperando que suene de una puta vez. Pero nada.
El síndrome postvacacional es no saber cuándo vas a cobrar la ayuda de los (casi) 400 euros y comprobar, con horror, que vas a dejar de recibirla en apenas dos meses. Es mirar tu título de licenciado, el del posgrado, el que certifica que hablas inglés como un nativo e italiano bastante bien. Es mirar después a tu alrededor y ver, con estupor, que sólo te rodean ruinas.
El síndrome postvacacional es echar la vista atrás y escuchar a tus padres decirte eso de “hijo, tú prepárate, estudia, estudia hasta que te flaqueen las fuerzas y sé buena persona, con eso triunfarás”. Y darte cuenta de que, sin querer, te estaban mintiendo, que todo era una gran mentira orquestada no sabes muy bien por quién.
El síndrome postvacacional es salir a la calle con tu currículum B en mano e ir entregándolo, sin esperanzas, en todos y cada uno de los locales que te vas encontrando, desde Moncloa hasta Cibeles. En alguno, ni siquiera te lo cogen. En otros te ponen esa mirada que tanto odias, esa mirada de lástima.
El síndrome postvacacional es volver a casa y empezar a llamar a los cuatro amigos que te quedan de la carrera, a tu tío, a la amiga de tus padres que te comentó que quizá… Y que todos te den largas.
El síndrome postvacacional es que tu presente sea escombros y que tu futuro, directamente, ya no exista.
La ilustración que acompaña a este artículo es de Facundo Mascaraque.