Chernóbil, 30 años después de la tragedia

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Hace más de 30 años que la noria de la feria de Pripyat se convirtió en un símbolo macabro. No deja de ser extraño contemplar un parque de atracciones fantasma que nunca se inauguró, llegar a ver el silencio donde sólo debería haber gritos infantiles de alegría.

A dos kilómetros de allí, el 26 de abril de 1986, ocurrió el accidente nuclear más grave de la historia (junto con Fukushima), uno de los mayores desastres medioambientales de la historia. Un aumento súbito de potencia en el reactor 4 de la Central Nuclear de Chernóbil provocó la explosión del hidrógeno acumulado en su interior. Se estima que los materiales radiactivos y tóxicos que se liberaron fueron unas 500 veces mayor que los de la bomba atómica arrojada en Hiroshima en 1945.

La ciudad de Pripyat se engalanaba ese día para las fiestas del 1 de mayo, pero ningún niño llegó a montarse en la noria o en los coches de choque, hoy recubiertos de maleza, sino que fueron evacuados al día siguiente en 1.200 autobuses que los sacaron del infierno. Nunca más volverían al lugar que les vio nacer que permanece, así, detenido en el tiempo, como si allí la vida se hubiera parado de golpe.

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Cuando ya se han cumplido 30 años del accidente nuclear, Greenpeace, por ejemplo, sigue denunciando el abandono que sufren las personas supervivientes, a pesar de que los efectos de la radiación aún son perceptibles en la zona afectada. Hace unos meses, la ONG invitó a Svitlana Shmagailo, una maestra de 42 años que vive en una aldea cercana a la central, a venir a España para dar a conocer la situación de las víctimas.

Svitlana, que tenía 12 años cuando se produjo la catástrofe, aseguró en el Congreso de los Diputados que los niños «que viven en la zona afectada por el accidente de Chernóbil, como mi aldea, sufren numerosos problemas de salud».

Así es.

Los estudios en los últimos 30 años en la zona demuestran que las tasas de mortalidad son más altas que las del resto del país; las de natalidad más bajas y que ha aumentado la incidencia del cáncer y de los problemas de salud mental.

La contaminación es algo más del día a día de la población. Está ahí, en cada cosa que comen o beben, en la madera que utilizan para construir o calentarse. Y así viven las más de cinco millones de personas que viven en áreas consideradas oficialmente contaminadas. Y muchas de ellas son niños, quizá los hijos de aquellos que nunca disfrutaron de aquella feria reconvertida en símbolo macabro de los peligros de la energía nuclear.

Algunos, alrededor de 2.500, pasan el verano en nuestro país, gracias a asociaciones que trabajan mucho durante todo el año para que, durante 40 días, estos pequeños puedan respirar lejos de la radioactividad. Se trata de niños procedentes de Ucrania y Bielorrusia que, gracias a la generosidad de sus padres y de sus familias de acogida, paliarán, así, en parte, las secuelas que sufren. No en vano, la Organización Mundial de la Salud estima que su esperanza de vida aumenta unos dos años, gracias al aire puro, el sol y los alimentos no contaminados, que mitigan los efectos de las radiaciones y disminuyen los efectos que éstas les hayan podido producir.

Esta semana hemos tenido la suerte de conocer a algunos de ellos. Concretamente, a los que llegaron a Pozoblanco en la madrugada del sábado tras un larguísimo viaje por Europa. Les esperaban globos, una pancarta de bienvenida en bielorruso y, lo que es más importante, el cariño incondicional de sus familias de acogida.

Poner voz y rostro a lo que hasta entonces sólo era una noticia en los periódicos te hace tomar conciencia de la importancia de algunas cosas, tener la certeza de que seguimos teniendo mucho que aportar, mucho que decir para hacer de este mundo un lugar más justo para todos. Especialmente para ellos, porque, como decía Agatha Christie, «una de las cosas más afortunadas que te puede suceder en la vida es tener una infancia feliz». Y celebrar la vida en una feria, desde lo alto de una noria, en la que respirar, esta vez sí, el aire más puro.

Fotografía: Jay Springett ©

bluebird Comunicación
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