La playa de Oyambre cuando todavía no hacía falta el factor de protección 50 y cenar rabas todas las noches en el camping cuando daban igual las calorías. Una furgoneta reconvertida en casa para cuatro. Un hornillo de gas como cocina. Y el mar. Ver por primera vez el mar en brazos de un padre que no era humano, que todavía era un superhéroe.
Las excursiones al Serrón Negro y, al alcanzarlo, pegar un grito tan fuerte que retumbara en todo el pueblo. Y ya. Ya todo estaba bien. Ni lexatín ni diazepán, pegar un grito. Así de fácil.
El frontón, punto de encuentro desde por la mañana, cuando acababa Heidi. Y, si era lunes, todo olía a aceitunas, y a pepinillos. Los helados. Un Minimilk. Un Popeye de limón. Un Calippo para beberse el fondo. Un Frigo Cobi que sabía a Frigo Pie. Los domingos, la propina y un Negrito.
Los petardos, los padres inconscientes que compraban petardos a los niños en las fiestas del pueblo. Y aprender a hacer el dragón a escondidas. Y quemarse el pulgar y meter el dedo en el río para que nadie se diera cuenta y que no dejaran de ser inconscientes, que fueran un poco niños, como nosotros.
Vacaciones Santillana. Sumar, restar, multiplicar, dividir y vuelta a empezar. Y si te portabas bien, habría Tang. Con tortilla de patata o ensaladilla rusa. Con filetes empanados llenos de arena y sal. O paella. Dos horas y media de espera antes de volver al agua. Las digestiones nunca eran pesadas. Sólo lo era mamá.
Las vacas, salir de paseo cada tarde con las vacas, esperar ocho horas el parto de una de ellas y darle el biberón a la jatina. La leche de las vacas recién cocida que siempre se salía de la cazuela. Y esos gritos de “¡la leche! ¡la leche!” todas las noches. Sin falta.
Los primeros besos que sabían a kalimotxo y a aprender a fumar, los besos que te dejaban los labios rojos sin necesidad de carmín.
Las BHs. De aquellas bicis nos caíamos una y otra vez, porque entonces no le teníamos miedo a nada y la muerte no era una posibilidad. Ni siquiera existía. Todavía hay cicatrices de esas costras en las rodillas que se reabrían verano tras verano. Ahora ya no, ahora si nos caemos no es literal. Y duele más.
La ilustración que acompaña a este artículo es de Facundo Mascaraque.