El rostro serio y tranquilo. Los pies firmes en la pista y las rodillas siempre flexionadas, como dice la teoría. El revés a una mano zurda que golpeaba la bola sin más violencia que la necesaria. Siempre le sobró el brazo derecho para jugar, pues llevaba la raqueta lejos del cuerpo y corría con ella con la comodidad de quien ha aceptado que ese trozo de madera y cuerdas es una extremidad más. «Mi brazo izquierdo es más largo que el derecho, así de sencillo», debía pensar. Por eso armaba el golpe antes que el rival y no necesitaba sacar la jugada de la mente. Sólo el mejor sabe jugar por instinto.
Ese era Rod Laver, un australiano fino y bien peinado. Un tenista récord que había logrado ganar los cuatro grandes: Abierto de Australia, Roland Garros, Wimbledon y US Open, en un mismo año. Era 1962 y Laver había completado un año para la historia, en el que había conseguido además del Grand Slam (así se le llama a esta proeza de ganar los cuatro en un mismo año) levantar la Copa Davis. Sin embargo, al año siguiente el australiano entró en el circuito profesional y se cerró las puertas de los Grandes, donde sólo podían participar los jugadores del circuito amateur.
El circuito profesional de los 60 fue un regalo al deporte. Una época de espectáculo, en la que los mejores tenistas del planeta se cansaban de jugar unos contra otros. Era la época de Hoad, Newcombe, González… La época del revés cortado, del saque y volea, de la pista como templo.
A Rod Laver le costó coger el ritmo. Sentía la presión de rivales casi tan brillantes como él. Era el caso del mexicano Pancho González, un jugador de poca disciplina y talento bruto, que ganaba siempre que sentía la necesidad de hacerlo. O de Newcombe y Rosewall, partícipes, junto al protagonista de este texto, de un equipo australiano de Copa Davis difícil de repetir. También de Lew Hoad, otro australiano con talento para el tenis y para la noche, que se esforzó en ponerle las cosas especialmente difíciles a Laver. A pesar de todo, consiguió terminar su primer año profesional como número dos del mundo.
Los cinco años siguiente fueron lúcidos para Laver y para el público, que disfrutaba de los mejores encuentros posibles en todas las pistas del planeta. En 1968, con la llegada de la era Open, cambió la normativa y los cuatro Grandes se abrieron a todos los jugadores del mundo, fuesen profesionales o no. Fue entonces, cuando Rod Laver, mirando desde el otro lado de la mirilla, empujó el picaporte de Australia, Londres, París y EEUU y volvió a repetir su hazaña de 1962. Volvió a ganar los cuatro Grandes en un mismo año. El único en la historia del tenis. Lo hizo en cuanto le dejaron, no quiso esperar más.
No hay que olvidar que en 1967 ganó las versiones profesionales del Grand Slam, así que nadie sabe cómo brillaría su palmarés de no ser por ese lustro alejado de los Grandes.
Entonces, ¿es Rod Laver el mejor jugador de todos los tiempos? A él nunca le ha incomodado esa etiqueta y el resto de míticos tenistas no se atreven a negarla. El delgaducho Sampras, preguntado por esta cuestión en una rueda de prensa, no dudó ni un segundo: «Laver, el mejor es Rod Laver».
El tenis físico de ahora reconoce (casi siempre) su pasado. Por eso, cuando Roger Federer ganó su segundo Abierto de Australia lloró por la emoción de la victoria, pero lloró aún más cuando pensó quién le había entregado el trofeo. «And then, thank you, Rod Laver». Lloró como lo hacen niños delante de sus ídolos, con el rostro incrédulo y a punto de tiritar. Era el mismo Roger Federer que hoy, cuando se encuentra al australiano en algún torneo, detiene su tiempo para rendir pleitesía. Al igual que él, los Agassi, Nadal y Djokovic. Los grandes no tienen época.
Fotografía: Nationaal Archief Fotocollectie Anefo ©
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