El Real Madrid vive fuera de la lógica. El grupillo rutilante de magos individuales del balón que posee Ancelotti flaquea en el aspecto más vital del balompié: la conjunción coral. El Real es plantilla y no es equipo. Y eso que comenzó la temporada regodeándose en los cantos del sextete tras ganar sin esfuerzo la Supercopa de Europa a un Sevilla frío y venido a menos. Hoy tiene que estirar el cuello hasta el disloque si quiere ver dónde están sus máximos competidores por el título liguero.
La realidad merengue se sostiene sobre una base ilógica. La que está llamada a ser la plantilla más espectacular de la historia blanca no termina de carburar, mientras que el juego del marketing no deja de salirle redondo al patrón Florentino. Varios sectores de la afición están cansados de los dispendios del club, a pesar de entender la ansiada Décima como un logro de leyenda que hace las veces de analgésico ante las potenciales crisis de fe. Para el madridismo, el dinero no lo es todo. Florentino no lo tiene tan claro. La venta de un pilar del ataque como Di María es un movimiento tan genial en lo empresarial como nefasto en lo deportivo, y aquí reside el fundamento ilógico sobre el que se articula el actual engranaje madridista. El presidente no es capaz de ver al equipo con los mismos ojos que la afición que sufre sus debacles. Con James Rodríguez ocurre tres cuartos de lo mismo. La revelación del pasado mundial resultó ser un bistec muy jugoso para un Florentino al que no le dolió desembolsar los ochenta millones de su traspaso, teniendo en cuenta que recuperaría lo invertido y además saldría ganando aplicando el baile publicitario adecuado. El madridismo no debe olvidar que, ante todo, Pérez es un empresario.
Es por ello que el Real Madrid es una constante reinvención. Un club en el que el presidente goza de un poder adquisitivo y unas dotes empresariales de tal índole no tiene más remedio que rendirse a sus caprichos. La planificación económica prevalece en detrimento de la deportiva, y por ello el acople de la plantilla nunca termina de producirse. El sólido bloque que conquistó la codiciada Décima se rompe cuando el máximo dirigente decide centrarse en la venta de zamarras por encima de la consolidación de un grupo ganador. Este sábado, el Atlético vino a recordar al ilógico Real sus carencias. Simeone vapuleó a Ancelotti en lo táctico, y sobre el césped los rojiblancos apuñalaron con lo justo a un Madrid al que esta vez no le bastaron sus característicos arreones de fe. Sólo Cristiano tiró del carro. Provocó un penalti de alevín de Siqueira y generó un peligro que nadie supo culminar. Del lado colchonero, Moyá destacó cuando sus compañeros flaquearon, impidió un adelantamiento por la derecha del Madrid en el marcador y contuvo la situación hasta que llegaron las sustituciones, revulsivo necesario y efectivo. Simeone ganó el encuentro en la pizarra con una solvencia digna del campeón de Liga. El ilógico Madrid quedó con las vergüenzas al aire ante una parroquia desmembrada en la crítica. Se abucheó a Casillas, a Florentino, y se olvidó que sobre el verde quien naufragaba era el buque blanco al completo. La vida en Chamartín no parece estar teñida de un color tan rosa como el de su indescriptible segunda equipación.
Es ilógico que el Madrid viva colgado de sus estrellas, por mucho que abunden. Depender de individualidades ante la ausencia de un colectivo está bien durante un rato, el que dure encontrar la tecla que consiga acoplar al grupo por el bien común. El único punto a favor del madridismo es que, a fin de cuentas, la Liga sólo acaba de empezar, si bien esta sangría de puntuación y resultados no es permisible ni tan siquiera a estas alturas. Ya bien saben que aquí quien no se consuela es porque no quiere.
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