El verano es sinónimo de ciclismo, un deporte que descubrí de manera tardía, cuando por desgracia no pude dar esa alegría a mi fallecido abuelo, un enfermo de las bicicletas y que curiosamente había nacido en el mismo pueblo que Miguel Induráin (aunque muchos años antes, por supuesto)
Mis primeras tardes de pasión ciclista surgieron durante la era de un Armstrong dominador, cuyos triunfos en el Tour de Francia caían un año tras otro. Tal vez por ello su escándalo años después por dopaje me dolió especialmente. Tuve una pequeña época de crisis, pues el caso del americano fue el más mediático pero no el único. Día tras día surgían nuevos casos de dopaje, se descubrían entramados en los que estaban enfangados ciclistas, médicos, jefes de equipo, medios de comunicación, patrocinadores… Un auténtico apocalipsis que me sumió, como seguidor y admirador de esos deportistas, en un grado de decepción tal que renegué de seguir viendo ese «deporte».
Pasaron unos pocos años y la casualidad quiso que una tarde que estaba en casa escribiendo, ya descubierta mi pasión por la literatura y el oficio de escritor, pusiera el televisor para darme un pequeño descanso. Paseando por los canales fui a parar a la retransmisión del Giro de Italia. Y me enganché de nuevo, como esa adicción de la que se debe estar lo más alejado posible pero en la que es tan fácil recaer. Nunca había visto el Giro, pues sólo me consideraba seguidor del Tour por varios factores (era el único que echaban cada año en televisión, tenía más horas disponibles por ser verano, más predisposición, en definitiva) y me sorprendió muy gratamente. Después de que terminara la competición (no recuerdo quién ganó) estuve investigando un poco a través de la prensa por pura curiosidad. Vi que se habían hecho grandes purgas y que los mecanismos de detección del dopaje parecían ser más estrictas. Decidí darle una segunda oportunidad. Creo que no me he equivocado.
Ahora sigo las tres grandes vueltas: Giro, Tour y Vuelta. Si consigo enganchar alguna clásica también la veo, aunque admito que soy algo sibarita y sólo me concentro en las rondas de tres semanas. No veo todas las etapas al completo, pero disfruto viendo cómo terminan después de comer y hacer algo de deporte. Si uno lo piensa de una manera fría, tal vez ver ciclismo por televisión sea de las cosas más estúpidas que se puede hacer si uno se considera amante del deporte: ver a unos tíos ir en bicicleta de un lado a otro, sin que durante horas pasen muchas cosas, y que hasta las rectas finales, no haya algo de emoción… No parece, a priori, una afición apasionante. Pero lo cierto es que a medida que uno se mete en el mundo empieza a comprender ciertos aspectos que pueden pasar desapercibidos para un espectador novato u ocasional. Y cuando algunas piezas se muestran ante ti todo lo que ves en conjunto toma otro cariz y se vuelve muy entretenido y más estratégico de lo que parece.
Mención aparte son los comentaristas. Sin ser un gran fan de alguno de ellos he de admitir que retransmitir durante cuatro horas de manera diaria a lo largo de tres semanas es toda una proeza, porque yo no sería capaz. Si fuera comentarista de las vueltas ciclistas mis silencios serían tan largos que algunos espectadores creerían que he muerto en directo.
En definitiva, me he convertido en mi abuelo. Las ruedas, los esprints en meta, las titánicas escaladas por empinadas carreteras… Todo ese mundo ya forma parte indivisible de mis veranos.
¿Sabéis lo más irónico de todo? Apenas sé ir en bicicleta.