Música, amor, adolescencia, Dublín y familia. Esos son los cinco elementos —al igual que los componentes de Sing Street— que le han bastado a John Carney para rodar una tercera, y como las dos anteriores, maravillosa película.
En esta ocasión, y a diferencia de ‘Once’ y ‘Begin Again‘, la ciudad donde transcurre la historia relativamente es lo de menos. Lo realmente importante es la época que vive Irlanda. En particular, la situación socioeconómica de un Dublín deprimido, gris, lluvioso, católico y Londres, el sueño irish, de fondo, que Carney ha sabido retratar a la perfección.
El director irlandés tira de nostalgia autobiográfica y, por primera vez, mezcla las canciones originales de la banda con el sonido británico de principios de los 80. Fundamental es la influencia de la música y la estética de The Cure, A-Ha, Joy Division, Spandau Ballet o Duran Duran. A mi tierna memoria vienen esos primeros videos musicales y actuaciones en Tocata de aquellos extravagantes británicos que gracias a mi hermano mayor puede descubrir.
La película narra el intento de alcanzar el amor —esta vez el primero—, a través de la música. Ese amor lleno de felicidad y de tristeza que tan bien sabe relatar John Carney en todos sus largometrajes. Y qué mejor manera que hacerlo contando tu propia historia: la de un adolescente en busca de su identidad, que se enamora por primera vez y que, gracias a la música, logra evadirse de sus problemas.
En esta ocasión, además, no sólo nos habla del amor hacia una persona, también hacia la familia. En concreto, a esa eterna admiración hacia un hermano mayor.
Sin duda alguna, ‘Sing Street’ es una película imprescindible para todo el mundo que tenga un mínimo de sensibilidad musical o fraternal, o, sencillamente, para quien tenga un mínimo de sensibilidad.