Si una película, con sus estilos y formas de narración audiovisual, puede aproximarnos a ese cosmos que se abre ante nuestros ojos –u oídos, en caso de los audiobooks– cuando abrimos las páginas de un libro, seguramente ‘El gran cuaderno’, la apasionante versión cinematográfica del mismo libro de Agota Kristof, sirva como homenaje póstumo a su creadora. Elementos como mis amados Ulrich, Matthes y Thomsen, se confabulan con los jóvenes gemelos Gyémánt y su abuela, en una Hungría ocupada por los nazis. János Szász ciertamente no ha dirigido una película solo para la infancia.
Si bien este es el principio de la trilogía que Agota escribió, además es el origen prosaico de la visión que tiene esta húngara de un mundo que siempre le ha resultado extranjero. Su origen poético quedó en su ciudad natal, abandonado en su huida a Suiza, junto a su familia, en 1956. Su literatura abre su cosmos ante nuestros ojos. Y como tal, tiene sus propias reglas, oscuros reflejos de nuestro propio universo.
Siguiendo las palabras del fanático protagonista de ‘Cantando bajo las balas’, para ver este mundo debemos atender a los detalles –“En los detalles, está Dios”– de las cosas, las pequeñas que denotan la exclusividad perfecta de cada momento, de cada lugar. Así que, para encontrar el atajo al alma de Agota, quizá debamos fijarnos más en lo minúsculo. No en grandes libros o extensos desarrollos. Tenemos que mirar lo que ‘No importa’.
Gratamente puedo decir que la contraportada de @elalepheditores nos advierte, con una franca sinceridad, sobre el librito que tenemos ante nosotras. En palabras de Giorgio Manganelli:
“La prosa de Kristof anda como un títere homicida”.
Si cada historia escrita vislumbra su propio mundo, las visiones provocadas por ‘No importa’ suponen una zambullida en un lugar conocido, unas paradisíacas aguas –con algunas rocas y algas dispersas por la playa– que invitan a dejar tus propios recuerdos en la portada y adquirir unos nuevos, casi con cada página. Entonces, rodeadas de ese mar de letras y párrafos, advertimos demasiado tarde nuestra temeridad.
Relato a relato, Agota irá consumiendo todos los espacios que se encontraban libres a nuestro alrededor, como si las rocas y las algas gozaran de una generación espontánea mientras nadamos. Aun así, la idea de volver a la arena seca, a la tierra firme ha dejado de ser una opción. Seguramente, ‘El hacha’, la bienvenida al alma de Agota, sea suficiente para cercenar todo vínculo con nuestra vida pasada.
Y lo que se haya salvado de nuestra identidad tras la primera página, quedará cincelado en ‘Un tren hacia el norte’ hasta la eternidad. Después de esto, el pulso se acelera, en una procesión con 24 paradas más, cada una remachando las paredes de una esfera que comienza a rodearnos y amenaza con aislarnos de cualquier otro lugar: su propio espacio se crea a sí mismo. La visión de un cosmos, desde su interior.
Sin embargo, se hace tan personal que altera nuestra percepción y sus definiciones, como ‘El campo’ y su sueño, ‘El ladrón’ y su botín o ‘El buzón’ y su primera carta. Incluso ‘No importa’ se infiltra en la banalidad hasta desmoronarla. Pero quizá no sean más que un puñado de fábulas, un cuento iniciático que culmina preguntándose «¿Dónde estás, Matthias?», una serie de pasos diminutos para saber leer ‘El gran cuaderno’.
Y después, pasar ‘La prueba’.
Y después, conocer ‘La tercera mentira’.
El camino parece claro. Permitidme que también el final sea distinto con algo extraído de la Biblioteca Privada de Murray –Oh, excelso prócer–, concretamente de la selección ‘Una cita tuya bastará para sanarme’:
“Para mí la escritura es demasiado importante como para hacer algo que no me guste. Y no creo que me salga ya nada mejor de lo que escribí.”
Agota Kristof
(Csikvánd, Hungría, 30 de octubre de 1935 – Neuchâtel, Suiza, 27 de julio de 2011)