No sé cuántas veces he visto ‘Rocky’, desde que siendo niña me quedé prendada de ese boxeador fracasado, enamorado, atontado y un montón más de adjetivos que acaban en ado. También he perdido la cuenta de las veces que he leído ‘El Principito’, pero sé que lo veo cada mañana, al despertar, junto a mi cama. Hay días que me lo cuelgo de los agujeros de las orejas o me lo pongo sobre el pecho. A Rocky, sin embargo, lo tengo en el salón, el calzón blanco, los puños en alto. Aunque, para mí, siempre será un chico de espaldas subiendo unas escaleras en Philadelphia. Y los dos, tan diferentes en la forma, tan iguales en el fondo, mis debilidades, mis motivaciones. Y lo digo con orgullo:
«Levántate, hijo de puta, porque Mickey te quiere»
A veces, es fácil que me lo imagine viendo puestas de sol. Una, dos, tres, diez, veinte, hasta cuarenta y tres cuando, a sus 30, más solo y perdido se siente… ¿A sus 30? Sí, no me refiero al niño, me refiero al boxeador. También tengo la certeza de que Adrian, esa gran mujer, es su rosa, o que Gazzo es un señor colorado al que sólo le importan las sumas.
«Eres responsable para siempre de lo que has domesticado. Eres responsable de tu rosa…»
Y es que las dos son obras universales,– o deberían serlo, no sé qué opina la élite cultural que tanto me aburre al respecto–, que además de ser un éxito de crítica han sido un éxito de público. Quizá porque ambas, cada una a su estilo, trata temas universales como el amor, la amistad, el sentido de la vida. Quiénes somos y adónde vamos, ser o no ser y todos esos coñazos, dichos de la mejor manera posible: con humanidad y empatía. Porque todos somos Rocky, todos somos el Principito, aunque muy pocos lo recuerden.
La ilustración que acompaña a este artículo es de Raquel G. Ibáñez.
