Richard Yates, el secreto de la infelicidad

Que hay libros que te cambian la vida no es un tópico. Lo he visto, lo he sentido, lo he vivido. No soy una exagerada si aseguro que no sé dónde, y sobre todo cómo, estaría ahora si en mi vida no se hubiera cruzado ese ser absolutamente maravilloso llamado April Wheeler. Ella, April, es la verdad. La única verdad. Mi única certeza. Y ella, que es la verdad, la única verdad, mi única certeza, ni siquiera es real. No, al menos, de la manera en la que solemos concebir la realidad. Porque ella es sólo un personaje de ‘Revolutionary Road’, la primera novela que leí de Richard Yates.

Richard Yates, el escritor que me cambió la vida, el que me descubrió cuál era el secreto de la infelicidad. Me enganché a la historia de los Wheeler desde la primera página, fue como un enamoramiento insano, como el sexo masoquista, que duele, pero no puedes pararlo. Y llegué hasta el siguiente párrafo, el del orgasmo más macabro de mi vida:

Seguía con la idea de que en alguna parte existía un mundo de gente maravillosa, tan alejada de mí como los del último curso cuando yo iba en sexto; gente que lo sabía todo por instinto, que conseguía hacer lo que quería sin proponérselo siquiera, que no necesitaba sacar el mejor partido posible a un empleo aburrido porque jamás se le ocurría hacer nada si no era a la perfección. Gente dotada de heroísmo, gente hermosa e inteligente, serena y amable, y yo imaginaba que cuando los encontrara sabría de repente que mi sitio estaba entre ellos, que yo era uno de ellos, que mi destino siempre había sido formar parte de ese grupo y que todos lo demás había sido un error; y que ellos también lo sabrían. Yo sería como el patito feo entre los cisnes.

Ella, esa que se llama April y quería ser el patito feo entre los cisnes, podría ser yo. Fue justo ahí cuando lo supe, cuando se me clavó en las entrañas que, de alguna manera extraña, éramos la misma persona, aunque fuera imposible. Que no, que los libros no te cambian la vida, que los libros sólo te acompañan, Pilar. ¡Qué va! Sólo los que hayan sentido lo que yo sentí en ese momento me entenderán.

Es más que probable que si April no se hubiera cruzado en mi camino, yo ahora estaría sentada en una silla de oficina con suelo de moqueta, acompañada de las personas equivocadas. Sin ella, nunca me habría atrevido a buscar mi París, reconvertido en Nueva York o en Pozoblanco, ¡qué más da! El caso es estar vivo. ¡Se trata de estar vivo, joder! Sin ella no existiría ‘Rouge’ ni seguramente el amor verdadero. Sin ella, yo no sería yo, sería otra cosa. Como antes.

Después de ‘Revolutionary Road’ han ido cayendo en mis manos uno a uno todos los libros del autor editados en castellano: ‘Cold Spring Harbor’, ‘Una buena escuela’, ‘Una providencia especial’, ‘Once maneras de sentirse solo’, ‘Las hermanas Grimes’ y, por último, ‘Jóvenes corazones desolados’, donde me topé con el siguiente fragmento, el que lo explica todo:

Al carajo con el arte… El mundo del arte es un mundito sospechoso. ¿No es gracioso que nos hayamos pasado la vida entera persiguiéndolo? ¿Muriéndonos por estar cerca de alguien que pareciera comprenderlo, como si eso pudiese servirnos de ayuda, no dejando nunca de preguntarnos si tal vez está irremediablemente fuera de nuestro alcance, o incluso si tal vez ni siquiera existe? Porque he aquí una interesante proposición para ti: ¿y si no existe?.

¿Y si no existe? ¿Y si la literatura no existe? ¿Y si April Wheeler no existe, Pilar? Entonces, ¿qué, eh, qué? Y ahí sigo, enganchada a estos personajes, a estas reflexiones que son como puñetazos en el estómago de los que duelen, pero que también son como chinchetas que nos hacen despegarnos del asiento seguro en el que nos empeñamos en acomodarnos, aunque esté frío, aunque esté duro, aunque no esté preparado para soportar nuestro peso.

Porque todos los personajes de Richard Yates tienen algo de April Wheeler, representan esa lucha constante entre lo que soy y lo que debería ser, entre lo que quiero y lo que debería querer. Esa batalla a muerte contra la mediocridad de la mediocre que soy. Y un faro, los locos que son los únicos que se dan cuenta de que este mundo es un absurdo. De que nuestras vidas están irremediablemente vacías.

bluebird Comunicación
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