Rafael Chirbes y la obscenidad de nuestro tiempo

Rafael Chirbes pertenece a una generación que vivió la transición y se ha pasado la vida sermoneándonos sobre cómo son las cosas, una generación que de pronto se ha quedado con el culo al aire y resulta que no tenía ni idea de nada.

Rafael Chirbes ha ganado dos veces consecutivas el Premio Nacional de la Crítica. Si uno lee ese dato y no ha visto nunca una foto de Rafael Chirbes se imagina a un señor con bata y copa de coñac, mirando por su ventana y escribiendo sobre cuánto le ofende que el mundo siga girando.

Si uno ve una foto de Rafael Chirbes se imagina a un señor que se pasa las tardes jugando al dominó o practicando la colombicultura.

En las reseñas de los libros de Rafael Chirbes aparecen palabras que darían alergia a cualquier moderno: realismo, Benito Pérez Galdós, Comunidad Valenciana…

Rafael Chirbes tiene todas las papeletas para hastiar e incluso para indignar a la juventud actual. Y sin embargo Rafael Chirbes es la persona que todo el mundo, sobre todo la juventud actual, haría bien en leer. Básicamente porque nadie como Rafael Chirbes tiene la capacidad para retratar y explicar nuestro mundo (subrayo nuestro: no Nueva York ni Londres ni el puto Milwaukee). Ninguna novela como ‘En la orilla’ ha sabido captar el estado actual de las cosas, esta resaca que dura como mínimo seis años y que ha cambiado para siempre nuestras vidas, además de llevarse por delante unas cuantas.

El término novela de la crisis ha levantado sospechas desde su origen. En parte porque quienes lo practican desprenden un insoportable tufo a oportunismo, a “es lo que toca”, en parte también  por eso que llaman “distancia estética”: para escribir sobre un acontecimiento hay que esperar a que ese acontecimiento esté muerto, frío, las heridas cerradas.   No estoy de acuerdo con el segundo argumento. Sólo se puede escribir la realidad desde su epicentro. Si esperamos 30 años para escribir sobre esta crisis tendremos otro género “novela de la guerra civil” que no importará a nadie.

En cualquier caso, Rafael Chirbes reniega del término novela de la crisis y es la última persona a quien podríamos llamar oportunista: no ha pretendido escribir una novela de la crisis porque sencillamente él estaba allí antes que la crisis. ‘En la orilla’ es la consecuencia lógica de ‘Crematorio’ (2007). Chirbes siempre ha escrito sobre lo que le rodea y conoce: la vida en el levante español en los últimos ochenta años. Desgraciadamente el levante español en la actualidad es sinónimo de corrupción y pobreza (espero que nadie se llame a ofensa, quien esto escribe vive a menos de doscientos kilómetros del lugar donde estaría Misent, la Yoknapatawpha, o la Vetusta, particular de nuestro autor). Es por eso que la crisis atraviesa toda la novela: es su punto de partida y también su corazón, pero no el único tema.

A través del monólogo de su protagonista, Esteban, un carpintero arruinado en una ambiciosa operación urbanística, se compone un retablo de la vida en Olba, pequeño pueblo colindante con Misent.  Poco a poco vemos desfilar una galería de personajes de distinta alcurnia y clase social: inmigrantes bolivianas que trabajan cuidando a ancianos, prestigiosos intelectuales que ocultan el oscuro pasado por el que prosperaron, obreros en paro enganchados a la telebasura… Todos afectados en mayor o menor medida por el estallido de la burbuja, pero de los que no solamente se nos cuenta eso. Hay en la novela un afán por retratar en su totalidad una sociedad y un mundo próximos a su desaparición (insisto en lo de totalidad: desde los clubes de carretera  hasta la preparación del arroz caldoso).

Es precisamente en ese afán totalizador, en ese querer construir un complejo microcosmos contemporáneo, donde se haya el rastro de realismo que tanto se asocia a Chirbes. El calificativo, no obstante,  debe ser tomado con pinzas. La mayor parte de ‘En la orilla’ está constituida por el monólogo interior de Esteban, caótico y en ocasiones alucinado. No hay pues un narrador omnisciente al estilo decimonónico, ni ningún afán de objetividad: excepto en las contadas ocasiones en que otros personajes toman la palabra, la visión de los hechos siempre es la de nuestro protagonista, un hombre infectado por el rencor, frustrado por las malas decisiones que han desembocado en una vida que, vista desde la vejez, parece gris e insignificante. Por momentos sentimos que estamos asistiendo a un ajuste de cuentas: con la figura del padre, con los amores perdidos, con los amigos que llegaron más lejos…

‘En la orilla’, de esta forma, es una novela relatada sin maniqueísmos ni moralinas, aunque al terminar se tenga la impresión de haber asistido a una historia de buenos y malos. O más bien a una historia casi exclusivamente de malos. En la caída de Esteban hay también algo de pecado original. Representa como nadie la velocidad con la que se sustituye un estilo de vida por otro: de un contacto directo con la naturaleza a la fiebre del ladrillo,  de quienes vivían del trabajo de sus manos a la plusvalía. No hace falta ser muy avispado para decir que es el mismo pecado de la España que se creía tan moderna a comienzos de este siglo.

La novela comienza con el hallazgo de un cadáver en el pantano de Olba. Conforme pasamos las páginas y nos adentramos en la memoria de Esteban, comprendemos que el verdadero crimen tiene poco que ver con el cadáver y se ha cometido más bien en los despachos de directores de banco o en las mesas saciadas de restaurantes con estrella Michelin. Nada que no supiéramos ya, pero duele verlo por escrito así, con una voz lúcida y obsesiva a la vez. Quizá intuimos que de alguna forma se está eternizando la obscenidad de nuestro tiempo.

Fotografía: Esby ©

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