Quien gana no siempre vence: ‘The imitation game’

Hubo una vez, hace mucho tiempo, un importante líder romano que dijo que el número de idiotas es infinito. Y lo malo de ser idiota no es realmente serlo. Uno puede recapacitar, pedir perdón y cambiar a favor de la brillantez, el honor y la mesura filosófica. Lo realmente malo de cuando se es idiota es regodearse en la miseria del propio insulto cual cerdo en el fango. Pues la historia de ‘The imitation game’ no es solo un ejemplo de dicha frase, sino que es la perfecta demostración de su falta de caducidad en el tiempo. A pesar de los siglos y siglos que han pasado.

Morten Tyldum dirige la que es, probablemente, la mejor película del año. Lo único que le falta para ser referencia en todos los campos es la fotografía. Es cierto que cuando la película es delicada, forzar la fotografía puede teñir de frívola a la propia esencia que se intenta transmitir. Pero hay ciertas partes en las que se echa de menos una vuelta de tuerca para acompañar la carga del momento. Lo que al menos se suple con una BSO espectacular y emotiva. No en vano, Alexandre Desplat ha conseguido dos nominaciones a los Oscar y la estatuilla por ‘El gran hotel Budapest’.

Sin embargo, por todo lo demás, es intachable. El reparto es generoso. Mucho más que aceptable. Keira Knightley vuelve a mostrar un papel impecable de época, como casi todos a los que se ha dedicado. Mark Strong marca mucho y muy bien los tiempos en sus estelares apariciones para el hilo continuo de la película. Pero todos estos y el resto de sus compañeros de reparto están eclipsados por una estrella.

Benedict Cuberbacht apuesta por jugar con su personaje hasta lo más profundo de su corazón. Encarna a un Alan Turing tan soberbio como profundo hasta los límites de la enfermedad. Pero no de la que se le diagnosticó con tratamiento, como si realmente lo fuera, sino por su hipocondríaca mentalidad, que no esquizofrénica. El virus, la época. Plena II Guerra Mundial, y las esperanzas técnicas de todo el bloque de Los Aliados sobre los hombros de un matemático de otra liga. Un hombre con respuestas para todo lo lógico pero sin comprensión con sus sentimientos. Con su manera de vivir su cuerpo y de amar. No voy a destripar el final, aunque sea un hecho histórico que ya muchos puedan conocer, pero lo grave del asunto reside en el cómo acaba, y no en el qué. Pues todo este entramado personal es el que sabe trasladar este actor, que lo hace de Oscar, de una mera historia a un personaje. Hay drama, victoria, contradicciones, moralidad, amor, ciencia, lógica, trabajo, esfuerzo, compañerismo, compromiso… Y mucho más encerrado en un solo rol. En un solo papel que lo borda con delicadas puntadas y un hilo de oro puro. La pena para él es que ha competido con un Redmayne de matrícula en ‘La teoría del todo’, y el trabajo de Cumberbacht viene de más lejos que la de este joven.

Es por ello que, al encerrar todas las claves del personaje principal con una notoriedad tan sublime, hace que él sea la película, que los demás sean meros conductores. Cosa que no reduce la calidad ya que el solo la trabaja muy bien para argumento, interpretación, tiempos y demás, sino que da un mérito mayor al cómputo global de las distintas emociones y sentimientos que se trabajan a lo largo de la cinta. No es sólo un drama bélico, es un drama personal. Y esos dos enormes pesos se soportan sobre sus propios hombros y sin perder un ápice de equilibrio. Son dos tramas argumentales directas, pero perfectamente evolucionadas y con una mezcla que no resulta agitada bajo ningún concepto. No es otra película más sobre la II Guerra Mundial. Es una obra maestra dentro del género del biopic de genio, últimamente muy de moda.

En definitiva, una cinta que pasará a las hemerotecas de la historia del cine como una pieza perfecta de madurez y solemnidad, abanderando causas tan nobles como personales, y con tanto honor como universales para el resto de la humanidad. No es sólo el profeta de la tecnología moderna de las computadoras, el padre de la herramienta tecnológica por excelencia del siglo, que no sería poco… Es la tristeza de cómo superar la vergüenza ajena de tu propio pasado, cuando se queda sin futuro a pesar de tu superación personal, y mental. Aunque sea a favor de la lucha contra el mayor horror que conoce nuestra memoria.

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Hay tres cosas en la vida que odio por encima de todas. Los spoilers, la falta de consideración y la inutilidad al volante. Como diría Tarantino, tal vez mi forma de contar las cosas dé la vuelta al mundo, pero es el viaje lo que merece la pena. 24601.

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