‘La paciencia de los árboles’, bello hasta la cicatriz

La paciencia de los árboles

Es cierto que la soledad es siempre
lo que sujetamos del último recuerdo.

Este es el milagro de la poesía. Del lienzo de las palabras en manos del poeta. Golpear ausencias. Escupir sentimientos. Lograr el vacío de la empatía y, a su vez, siempre, el calor de un refugio. Duro, bello, seguro. Un refugio de palabras que cuenta historias en sus paredes. La poesía logra, en su belleza, que podamos mirar al dolor a la cara. Pocas veces dos versos han abierto las puertas de mis armarios vacíos de forma tan clara. Belleza, pena, nostalgia y ausencia.

Baña los aros de tu cuello en la curva del río
aprende la paciencia de los árboles.

Esto es lo que hace María Sotomayor en su, impresionante, segundo poemario, recién reeditado por La Bella Varsovia, ‘La paciencia de los árboles‘. Hacer habitable el vacío. Contar la historia de tres mujeres y una ausencia. Unir con raíces, con nudos de rama, los roles de madre, hija, abuela. Unirlas en un todo, en un árbol que contempla sumando anillos a su tronco el declive de una persona amada, la desolación que trae la terrible pérdida de la memoria llamada alzheimer. La soledad de la lucha, los sentimientos encontrados, el profundo amor, la rabia, el asco, la impotencia.

He aprendido a estar sola
si salgo a la calle no miro a nadie
no cuento que mi madre envejece
al otro lado de una puerta que dejé abierta.

Quiero restregarme el olor de los naranjos cuando explotan
disimulando que yo tampoco me conozco
que no me duelen los estropajos que frotan el bosque.

La memoria. Los recuerdos. Su pérdida. El dolor que traen los recuerdos. El consuelo que aportan. La nostalgia. El dulce dolor de un recuerdo sin su protagonista. Tal vez el ser humano sea memoria. Tal vez seamos, solo, recuerdos, en esencia, y sentimientos, en consecuencia. Y su pérdida traiga la desaparición de la persona. Nadie muere del todo mientras alguien le recuerde, tan importante es. Los recuerdos traen calor en forma de nostalgia navegando en el río de las lágrimas en la soledad de las noches de vigilia junto al ser querido que se va, que se apaga. Junto a esa vela que se consume en su propia cera mientras miran los árboles. Quien lo ha vivido, lo sabe. Y María lo sabe, y lo pinta de la forma más bella. Las enseñanzas de niña que vuelven, las tardes de pueblo, los olores y la ternura.

Yo a mis pocos años
simulando parir en la bañera
burbujitas de jabón de linaza
las noches de verano en el pueblo
y ese calor que se pega en la hierba.

Y el fin. La muerte. La ausencia total, el duelo. Los recuerdos, de nuevo los recuerdos, despertando sentimientos, chillando desde las bocas de las puertas abiertas de los pasillos, de los armarios, sudando las paredes de los objetos sin dueño. Sumando el último aro del tronco del árbol.

En la última habitación de mi casa tengo algo haciéndose viejo
un vestido que doblar :
tu pecho.

Un libro duro, bello hasta la cicatriz, necesario. Cargado de Lorca, de sus rotundos símbolos de poeta, del poeta absoluto que fue. Una delicia que encoge el pecho, que baja al estómago y abre la espita de las lágrimas. Que duele y consuela. Gracias.

Porque te has muerto para siempre,
como todos los muertos de la Tierra,
como todos los muertos que se olvidan
en un montón de perros apagados.

– Federico García Lorca –

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