Escucho la música que me gusta, que me anima y que convierte mi tiempo en un disfrute. Es una de mis aficiones más apreciadas, de las que más me llenan, aunque pueda parecer desde el exterior que no ejercen en mí mucha influencia. Es por eso que procuro que todo lo que escucho me proporcione placer. Quién hace lo contrario, ¿verdad?
Algunas personas le dan a las drogas, otras al deporte extremo. Yo le doy a las notas. Bueno, más bien las escucho. La perspectiva de una tarde con los cascos puestos, frente a un espejo imitando cantantes sin parar se acerca a una tarde perfecta para mí.
No escucho la música actual, como mucho las novedades que publican los grupos o cantantes que sigo desde hace años. El panorama actual me deprime, se me antoja repetitivo y fuera de mi onda cerebral, como si me hubiera desconectado de las tendencias, del mercado, del mundo musical que vive en el presente. Así pues, me paso las horas gozando con The Beatles, The Doors, The Beach Boys, Queen… por poner unos clásicos. Con ellos no hay dudas, no hay falta de entendimiento: en las voces de John, de Paul, de Brian… En ellos encuentro aquel refugio en el cual nada me hiere, nada me asusta. Un lugar en el que vivo sólo con la felicidad familiar, aquella que te conoce desde que eras un crío y nunca te abandona pese a que por momentos puedas pensar que ha desaparecido.
Otros grupos menos conocidos —Zebrahead o Reel Big Fish— forman parte de mi infancia y adolescencia, con la suerte que todavía hoy en día siguen en activo, y pese a que han perdido parte de la frescura de antaño todavía me interesan lo suficiente como para escuchar todo lo nuevo que publican.
¿Estoy haciéndome mayor? Puede parecer una exageración, pero me doy cuenta que pasados los 30 hay cuestiones que de repente se hacen reales, cuando pocos años atrás parecía que nunca llegarían. Me lo pregunto porque cuando intento sintonizar con los gustos imperantes en la música de hoy en día me encuentro totalmente perdido, como un muerto que no es capaz de encontrar su tumba y se ve obligado a vagar por el mundo hasta el fin de los días. No consigo enlazar mi parte del cerebro dedicado al disfrute con los ritmos y sonidos que inundan las radiofórmulas, YouTube, Spotify… simplemente me resulta imposible. Y no lo critico, ni lo menosprecio: lo único que me sucede es que no lo entiendo, y en ese desconocimiento radica parte de mi desconexión con la actualidad. Una disociación musical que sufro desde hace más de un lustro.
Pero soy un tipo raro, de esos que sienten una extraña atracción por el aislamiento, por una cierta tendencia a ser asocial por épocas; es entonces cuando más disfruto de esa música que ya no se hace, de esos grupos que dejaron de existir.
Una añoranza de unos tiempos que no volverán y que tal vez no sea nada más que la forma de asumir, muy profundamente, que los años no pasan en balde.