Los discos de mi vida: Purple Rain

Un día, nada más llegar del trabajo, mi padre entró muy serio en mi habitación y me pidió que le acompañara al salón.

Yo creía que me iba a decir que se separaba de mamá, que lo echaban a la calle o que se había muerto algún ser querido. Casi siempre que me hacían ir al salón para contarme «algo» eran malas noticias. De hecho, todas las malas noticias que recibí siendo niño las recibí sentado en aquel sofá horrible, color arena, con estampado de hojas y ramas de algún árbol exótico y feo de cojones.

Pero no. No se iban a separar, ni se había quedado sin trabajo, ni tampoco se nos había muerto nadie cercano. Ni siquiera conocido.

Mamá preparaba la cena en la cocina. Pude verla distraída a través del espejo del recibidor antes de entrar en el salón. Cuando me senté en el sofá grande, encendí la luz de la mesita y me llevé las manos a las rodillas. Respiré hondo y esperé novedades. Sentía una mezcla de curiosidad y miedo bastante incómoda. Mi padre, que se había sentado a un metro de mí, en el sillón individual que estaba justo al lado del sofá, frunció el ceño, se aflojó un poco el nudo de la corbata, resopló por la nariz y, nervioso, me miró a los ojos. Todo eso le dio tiempo a hacer mientras reunía el valor suficiente para empezar a hablar:

–A ver, hijo…

–A ver…

–Tu madre y yo… hemos estado hablando… últimamente… –se interrumpió, dejó de mirarme a los ojos y su atención pareció concentrarse en algún punto entre mis rodillas y el dobladillo del pantalón de mi pijama– Hemos estado hablando últimamente, tu madre y yo… y nos preguntábamos… nos preguntamos…

–¿Sí?

–Si tú…

–Si yo…

–Hijo… ¿Tú eres gay? –y lo pronunció así, como se lee, con la «a» abierta–. Dime, ¿lo eres?

Me quedé callado unos segundos, pero no porque tuviese que pensar mi respuesta. Me quedé en silencio porque no era capaz de entender nada. No entendía nada y lo único que pude sentir en aquel momento, por primera vez en mi vida, fue una posición de triste superioridad sobre mi padre. Todo aquel paripé que había organizado alrededor de algo tan simple era tan ridículo, su temor –porque era un temor– era tan patético, se me mostró de repente con tal torpeza, que activó en mí un resorte desconocido. Fue como si una luz enorme, deslumbrante y blanquísima, acabase de iluminarme desde las alturas. Sonreí.

–Pues hasta donde yo sé, no, papá –le dije.

En realidad, yo ya no era un niño. Podría tener unos 16 años entonces. 16 años y un bigote que habría hecho palidecer de vergüenza a muchas tiras brasileñas. Pero 16 años. A aquella edad y en aquella época no sabía ni la mitad de lo que hoy puede saber un niño de 13. Me gustaría estar exagerando, pero no. Al contrario que ahora, en 1996 un niño común de 16 años no tenía ni puta idea de nada.

Mi respuesta pareció hacerle ruborizar. Aún así, ya había escuchado casi lo que quería oír. Fue aún más allá.

–Es que… como nunca nos has presentado a ninguna amiga… Ni muestras interés, ni nos hablas de chicas… Y tienes la habitación llena de posters de ese «Mike Kennedy» –para él, Freddie Mercury– en leotardos…

Asentí. Dejé que siguiese hablando. Era violento y divertido al mismo tiempo.

–Y bueno… que si fueras gay tampoco pasaría nada, ¿eh?

–Claro.

Ahí acabó nuestra conversación. Casi 20 años después sigo recordándola palabra por palabra. Aún puedo vernos a los dos, pasándolo mal.

En defensa de mi padre debo decir que los posters que había ido colocando en aquella época –hasta acabar tapando completamente las puertas del armario de obra de mi cuarto– podían dar lugar a lecturas erróneas, como la suya. El descomunal paquete de Freddie Mercury destacaba en sus fotos de los años 70, vestido de arlequín, como un moscardón en un plato de leche. En mi habitación sonaba Queen a todas horas. Y, cuando no era Queen, era Bowie, o Elton John, o Tino Casal, o Adam and The Ants. Mi primer cantante favorito, a los cinco años, fue Miguel Bosé. Amante bandido. Una de esas cosas que marcan.

Evidentemente, todo aquello se apartaba bastante de la línea de heterosexualidad bien definida que para mi padre representaban los Engelbert Humperdinck, Johnny Mathis o Franck Pourcel con los que él había crecido. Pero la gota que colmó el vaso la puso Prince. Aquellos días había empezado a escuchar a Prince de forma compulsiva. Supongo que fue eso lo que hizo saltar todas sus alarmas a la vez.

PR1 (1)

Yo conocí a Prince gracias a Iván, Iván era el hermano de Rubén, y Rubén, mi mejor amigo. Rubén odiaba a Prince; prefería cosas como Dire Straits, Eric Clapton o Stevie Ray Vaughan. Pero yo no. Yo estaba maleducando mi oído y para eso conté con la inestimable ayuda de su hermano mayor, que se dedicaba a pinchar música en discotecas los fines de semana. Por esa razón, Iván tenía de todo en su casa. Todas las novedades estaban allí, relucientes como soles, dentro de grandes maletas y del armario de su habitación. Discos de importación, vinilos y compactos, grupos absolutamente desconocidos para mí de los que jamás he vuelto a oír hablar a nadie, y, por encima de todo, Prince. Prince por todas partes.

Hasta aquel momento, Prince siempre me había parecido un tipo de lo más repelente. No sentía ninguna necesidad de conocerlo, pero Iván me insistió:

–Llévate éste –decía con Purple Rain en la mano–, y ya verás.

Le hice caso. Tenía razón.

PR2 (1)

No hace falta decir mucho acerca de Purple Rain. Nada que no se sepa ya. Sus nueve canciones son composiciones perfectas, de principio a fin. Pero el arranque del disco –aquel arranque que en el tan simbólico y orwelliano 1984 debía de sonar igual que un himno del futuro– era algo único. Me hipnotizó.

Dearly beloved

We are gathered here today

2 get through this thing called life

Electric word life

It means forever

and that’s a mighty long time

But I’m here 2 tell u

There’s something else

The afterworld…

La misma luz blanca que decía sentir cuando mi padre me demostró ser incluso más frágil que yo, me inundó desde los primeros acordes de órgano de aquella canción. Pensaba, tonto de mí, que todas las letras de aquel disco –y de cualquier disco que entonces cayese en mis manos– tenían sentido porque yo las escuchaba y me esforzaba en comprenderlas. Y eso hice, desde la primera hasta la última, intenté descifrar todos los mensajes que contenía, aunque sigo sin saber qué narices era aquello de la «Lluvia Púrpura» bajo la que Prince quería ver riendo a Apollonia Kotero.

Pocos días después de haber resuelto a medias las dudas de mi padre acerca de mi orientación sexual, y, de nuevo gracias a Iván, llegó a mí la cinta que debía dar sentido a aquella banda sonora. La película, Purple Rain, era un total despropósito. El argumento, los diálogos, las interpretaciones… Todo, salvo la música, era absolutamente infame. Salvo la música y las tetas de Apollonia, claro.

Dediqué largas horas de mi adolescencia a pensar tiernamente en ellas y en su dueña. Pero esto jamás se lo conté a mi padre.

bluebird Comunicación
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