Loquillo, rock & roll star

Que en esta vida todo es cuestión de actitud lo sabe, y muy bien, don José María Sanz Beltrán, alias Loquillo. O el hombre. Con mayúsculas. En negrita. Un señor capaz de comerse a bocados el escenario y a su público en apenas dos minutos de actuación y no decaer durante las casi dos horas siguientes.

Va en serio, no me lo han contado. Lo vi el viernes en la plaza de toros de Pozoblanco. He de confesar que las expectativas eran altas. Que llevo cantando las canciones de Loquillo desde que era una niña fascinada con su físico poderoso y con eso de maullar a gritos. Y por fin lo vi en directo, de riguroso negro, convirtiéndose bajo la luna en un gato de callejón.

Inmenso, le dio al público lo que quería (perdón, lo que queríamos): un recorrido por toda su carrera musical. Y entonces volvimos a sentir que, pese a todo, seguimos siendo los mejores, que aunque sintamos que la juventud se nos suicida en todas las esquinas, no todo está perdido, que puede aparecer un rockero —de los de antes, de los de ahora— sobre las tablas y hacerte vibrar como cuando todavía estabas a tiempo de ser una rock & roll star.

En la retaguardia, su banda, tan rockeros o más que el propio Loco, quien a veces se limitaba a mirarlos desde un discreto segundo plano del escenario, aunque sin éxito, porque su sola presencia dice, llama, aúlla, llena. A su lado, uno no puede más que sentirse feo, fuerte y, en el mejor de los casos, formal.

Loquillo ya forma parte de la memoria airada de varias generaciones que —da igual la edad que tengamos— cuando escuchamos su música volvemos a ser jóvenes. Loquillo es un semi dios. Loquillo es el rock en estado puro, es capaz, a golpe de micrófono, de subirte en su cadillac solitario y de removerte las entrañas a punta de navaja sin ni siquiera besarte una vez más.

Loquillo

La imágenes que acompañan a este artículo son de Peter Font ©

bluebird Comunicación
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