Ha llegado el temido cambio de hora. Los días se acortan, la noche madruga imponiéndonos un toque de queda que nos hace añorar las interminables tardes de verano hasta que llegue otro.
Ha llegado el momento de pasar más tiempo en casa, con una mantita y un buen libro. Cualquiera de estos, por ejemplo:
‘Felices los felices’: Relaciones extramatrimoniales, tendencias sadomasoquistas, insatisfacciones sexuales y fantasías consumadas, rupturas, decepciones, y, también, como en la vida, a veces finales felices. En su última novela, Yasmina Reza entreteje con maestría los relatos de las vidas de 18 personajes que parecen no tener nada en común. Pero a medida que el lector es hipnotizado por las voces que configuran la trama, irá descubriendo sus inesperadas y sorprendentes interrelaciones.
«Felices los amados y los amantes y los que pueden prescindir del amor. Felices los felices” (Jorge Luis Borges)
‘Dibujos’: Presenta una faceta poco conocida de la genial poeta Sylvia Plath. Esta obra arroja luz sobre esos años felices, cuando Plath conoció y se casó secretamente con Ted Hughes, y juntos viajaron a París y a España en su luna de miel, años antes de que ella escribiera ‘La campana de cristal.’ Incluye dibujos de Inglaterra, Francia, España y Estados Unidos, en los que captura sus exquisitas observaciones del mundo, que van acompañados de cartas y un diario de notas que añaden profundidad y contexto a la obra de la gran poeta, así como una introducción escrita por su hija, Frieda Hughes.
‘Ojalá nos perdonen’: ¿Siguen siendo las familias de hoy como las de la época de Tolstói? A. M. Homes parece llevar tiempo buscando la respuesta a esta pregunta, porque la familia —sus desequilibrios, disfunciones y secretos inconfesables— es un tema recurrente en su obra, siempre acompañado de una mirada ácida y sarcástica sobre las paradojas y perplejidades de la sociedad norteamericana contemporánea. En esta novela aparecen de nuevo la familia y la América suburbana a través de dos hermanos, Harry y George. El resultado es deslumbrante.
‘La fiesta de la insignificancia’: Proyectar una luz sobre los problemas más serios y a la vez no pronunciar una sola frase seria, estar fascinado por la realidad del mundo contemporáneo y a la vez evitar todo realismo, así es la última novela de Milan Kundera, 14 años después, que puede leerse como un sorprendente resumen de toda su obra.
‘Al límite’: Nueva York. Año 2001, durante el periodo de calma que transcurrió entre el desmoronamiento del boom de las puntocom y los terribles sucesos del 11 de septiembre. Silicon Valley es una ciudad fantasma, la web 1.0 está en plena edad del pavo, Google todavía no ha salido a Bolsa y a Microsoft aún se la considera el Imperio del Mal. En este contexto, Thomas Pynchon nos trae una novela romántica e histórica de Nueva York en los primeros tiempos de internet, no muy lejanos en el calendario pero, visto a donde hemos llegado desde entonces, remotos como una galaxia.
‘Alabardas’: Meses antes de su muerte, José Saramago sintió una vez más el impulso vital de reflexionar desde la ficción sobre una de sus mayores preocupaciones: la violencia ejercida sobre las personas y las sociedades, que las convierte en víctimas y les impide ser dueñas absolutas de sus vidas. El resultado de este impulso es este libro, una huella emocionante del inagotable espíritu de lucha de José Saramago y su última voluntad narrativa
‘El niño que sabía hablar el idioma de los perros’: La historia de Julek es tan increíble que solo él puede explicarla. Y solo él puede hacerlo con esa mirada de niño: tierna, triste y cómica, a veces cándida y otras demasiado madura, entre el ‘Diario de Ana Frank’ y ‘La vida es bella’ y con la maestría de Joanna Gruda. La mirada de un niño que cambia tres veces de nombre, viaja por toda Europa y sufre el fanatismo de demasiadas banderas. Tiene dos armas secretas: sabe reírse y también sabe hablar el idioma de los perros.
“De pequeño, tuve unos padres. Y también un tío y una tía. Luego me metieron en el orfanato. Entonces, vino la guerra, igual que para todo el mundo. Después de la guerra, tuve unos padres. Y también un tío y una tía. Pero ya no eran los mismos”.
Fotografía: Magdalena Roeseler ©