Una fotografía bestial y dos actores inmensos es lo primero que me viene a la mente al recordar esta película de Alberto Rodríguez. La dirección de fotografía, con unos planos cenitales brutales, corre a cargo de Álex Catalán, y en ocasiones recuerda su coto de Doñana a las grandes extensiones nevadas de ‘Fargo’, aunque no en los detalles, obviamente.
En cuanto a los actores inmensos, me refiero a los dos protagonistas, Raúl Arévalo y Javier Gutiérrez, un poli bueno y un poli malo. Dos personajes contrapuestos en sus formas, a los que el director intenta converger sin éxito en el transcurso del metraje, pero a los que no les hace falta esa convergencia para dejarnos unas actuaciones que huelen a Goya.
La trama está ambientada en un enclave andaluz de los años ochenta, donde la desaparición de unas adolescentes rompe la teórica paz que se vive en el pueblo. Las cosas no son lo que parecen, y como si de una mezcla del caso Alcasser con ‘Twin Peaks’ se tratase, pero sin David Lynch mediante, se va configurando una línea argumental desigual, donde hay muchos detalles aclaratorios demasiado simples, y otros no resueltos que dejan lugar a la imaginación, o no.
En cuanto al casting, saliendo de los dos protagonistas, nos encontramos con el personaje de Antonio de la Torre, el padre, que promete mucho más de lo que finalmente ofrece. Y con el personaje de Jesús Castro, el guapo, que demuestra que le queda mucho por aprender del oficio en una penosa actuación.
Si quieren entretenerse viendo cine negro con dos actores tocados por la varita mágica de la buena interpretación no duden en disfrutar de esta película, pero si quieren ver a David Lynch…Vean a David Lynch.