8 de diciembre, de John Lennon y Jim Morrison

Siempre he pensado que los tatuajes tienen algo mágico que va más allá de la nostalgia. En la parte izquierda de mi cuerpo, entre otros, tengo grabado a tinta la palabra imagine y el número 33. En eso pensaba ayer por la tarde cuando me di cuenta de que hoy, 8 de diciembre, se cumplen no 33, sino 34 años del asesinato de John Lennon a las puertas del edificio Dakota. Allí, en Nueva York, donde alguna vez yo también me maté. O viví. No lo sé.

Lo que es verdad, ínfulas literarias aparte, es que yo ni siquiera había nacido cuando John Lennon murió. A veces, creo que soy musicalmente necrófila.Como si hubiera tenido que nacer muchos años antes para evitarme una admiración insana a fantasmas geniales que me ponen banda sonora. Irremediablemente. Porque resulta que el 8 de diciembre cumpliría años él, Jim Morrison, al que siempre he considerado el músico de los músicos, el poeta de los poetas, el artista total.

A Lennon lo mataron. A Jim lo mató su genialidad. Y a mí no me habían nacido. Ambos murieron pero no se convirtieron en leyenda, porque ya lo eran.

Ya eran unos de esos locos, Quijotes luchando contra molinos, empeñados en que el mundo debía ser, no sé si un lugar mejor, pero sí otra cosa. Y, a veces, el arte, la música en este caso, no basta. Tus acciones te convierten en un incomprendido cuando, en el fondo, lo único que eres es un genio. Hay personas demasiado sensibles e inteligentes para sobrevivir aquí. Lennon era una de ellas. Morrison era otra. Lo siguen siendo. Porque su legado, afortunadamente, permanece.

Fotografía: Rupert Ganzer ©

bluebird Comunicación
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