Cuando escribir no salva, pero alivia la condena

periodismo

Recuerdo haber empezado a escribir estas líneas en Buenos Aires, entre aviones que llegaban y se iban, mientras esperaba al que me llevaría de vuelta a mi Madrid. De Chile me traje sabores, imágenes, olores, abrazos y muchos libros. No sabía ni sé si regresaré, aunque por si acaso -y fiel a mí misma- me despedí sólo a medias de todo y de todos. El cielo estaba encabronado la lluvia me acompañó desde que salí de Santiago, y leía entre un café espurio y un jet lag horrible.

Abro el primer libro: ‘Acúsame, Padre: soy periodista‘, de Enrique Ramírez Capello, profesor, ex presidente del Colegio de Periodistas de Chile, que lleva tres años postrado en una silla de ruedas, tetrapléjico a causa de una negligencia médica. Aquel 21 de febrero de 2011 perdió su movilidad y empezó una batalla que ha culminado en esta compilación de notas aparecidas en El Sur (Concepción), El Libertador (Rancagua) o El Líder (San Antonio), entre otros periódicos. No quise perderme la presentación. En la sala de la Universidad de Chile, abarrotada, el 13 de mayo se respiraba la emoción que preñaba el silencio de los asistentes, mientras a Enrique lo presentaban sus amigos Juan Pablo Cárdenas y Marco Santibáñez.

Estoy apoltronado en mi silla de ruedas. Medito. Añoro el vértigo y la pasión del periodismo, la alegría y el estímulo de mis clases en la universidad. […] Leo. Con cierta dificultad porque la infiltración que me hicieron me dejó tetraparésico [sic]. […] Vivo entre la nostalgia y la esperanza. […] En el sosiego de mi silla de ruedas, reflexiono, siento, quiero. Mis manos están atrofiadas […], sin embargo, las abro para ofrecer, saludar y unir. A tantos. A todos. […] Me han visitado periodistas novedosos, ágiles y tenaces, fértiles en las voces y persistentes en las preguntas. No saben de sumisiones ni renuncias. Creo en ellos porque son temblores fogosos, invasores de imaginaciones y jugadores de todas las palabras, que tanto estudiamos.

Su serenidad era tan sobrehumana que daban ganas de tocarlo para saber de qué material está hecho. La portada del libro es reveladora: sugiere el esfuerzo cotidiano del que no se resigna a desaparecer en el olvido o en la inactividad ni a dejarse invadir por el desaliento. A la luz de una bombilla, desnudando su fragilidad, escribe sobre sus 21 dolores, desafiando a la soledad del que emprende una lucha por su cuenta. Soledad se llama también su querida hija, la sombra en sus talones que no lo abandonó ni un momento. Enrique escribe con la poca movilidad que le permite alguno de sus dedos atrofiados. Su prosa es delicada y cautivadora. Sus escritos son monodosis de lucidez y sabiduría. Confiesa

amar esta profesión. […] Los periodistas tenemos alma de errantes, hollamos los caminos inmancillados […], buscamos en la semilla, nos recreamos en el silencio, denunciamos la injusticia […] y juramos devoción a una amante exclusiva: ¡la libertad!

La salud en Chile no es ninguna broma, y entre todos los tratamientos recibidos, Enrique lleva acumulando deudas millonarias que nadie parece aclarar cómo se saldarán. Pero ninguna arruga de amargura desdibuja su rostro audaz mientras habla, muy despacito y fatigadamente, de Gardel, de El Principito a quien describe como “el mejor periodista: interroga, investiga, descubre. Avanza con las palabras y las hace hermosas y explosivas, lúcidas y encantadoras”. de Chaplin, de Neruda: personas y personajes que pueblan su vida y lo apasionan. No tuve arrestos para acercarme a la mesa después de la sentida ovación para expresarle mi respeto, pero le saqué una tímida fotografía. Y ahí está, con su dedo enhiesto, triunfante. Con todo, es el triunfo de su sonrisa lo que quiero recordar siempre.

Vuelvo a Ministro Pistarini. Cierro el libro leo muy rápido: no tenía previsto finiquitar dos en una sola escala y abro otro: ‘Veneno de escorpión azul. Es de Gonzalo Millán, poeta desaparecido en 2006 a causa de un cáncer de pulmón. Poco después de que se lo diagnosticaran comenzó a registrar su diario de vida y muerte.A los cinco meses se rendía a la enfermedad, pero sin sucumbir al pánico:

La muerte es el regreso al huevo, por el otro camino.

Millán se inyecta veneno de Rhopalurus junceus, que se cree que mejora las condiciones del enfermo; come galletas de marihuana y no perdona el puchito rutinario. Escribe en prosa, en verso, recuerda, sueña y maldice, siempre dentro de una asombrosa entereza. Su pequeño libro es una joya póstuma:

Nadie llore ni honre en tono fúnebre mi muerte. ¿Por qué? Porque todavía mis versos vuelan de boca en boca.

Esta semana se exhibirá en Santiago de Chile el documental que le dedicaron Matías Hinojosa, Catalina Albert y Violeta Castillo, dentro del festival FIDOCS, en la categoría de cortometrajes Monsieur Guillaume. A veces creo que una parte de mí se quedó en Lastarria, el que fue mi hogar durante más de medio año y donde encontré libros tan inolvidables como estos.

Y sí, seguía lloviendo en Buenos Aires, el condenado café me taladraba el estómago y ese sabor tan artificial y mediocre casi había pasado de irritarme a provocarme una sonrisa, porque a todas luces necesitaba otro y me consoló pensar que sería el último café de mentira que tomaría antes de pisar Madrid. Y mientras cogía la nueva taza me convencía de que no podemos consentir que (nos) sigan diciendo que el periodismo está muerto. Tenemos que responder que no es que no existan ya historias que insuflarle. Que sí que están ahí, que somos nosotros los que no salimos a buscarlas: por eso hay que tener los ojos bien abiertos para cuando nos crucemos con una valiosa. En el delicioso ‘Contarlo todo’ de Jeremías Gamboa, el gruñón Saúl Vega le decía a Gabriel Lisboa: “¡El periodismo te va a matar, nos va a matar a todos!”. Yo creo que lo que amamos tiene el efecto contrario: consigue que nos agarremos a la vida y alivia la condena. Que ya es bastante.

bluebird Comunicación
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