‘Blitz’, otra vez David Trueba y sus matices

Cuando David Trueba subió a recoger su merecidísimo Goya como mejor director por ‘Vivir es fácil con los ojos cerrados’ dijo eso tan maravilloso de que «para saber ganar hay que saber perder». ‘Saber perder’ se llama la última novela que publicó antes de la que hoy nos ocupa, la que le valió el Premio de la Crítica en 2008. Siete años nos ha tenido David huérfanos de letras, de sus letras, de ese universo repleto de matices del que inunda sus libros, que sólo pueden ser suyos.

Y llegó ‘Blitz’, esperada, tan deseada como sólo se desea lo anhelado durante largo tiempo. Y si bien no defrauda —quizá es que David Trueba no puede defraudarme en nada, es imposible—, es verdad que echo de menos no sé qué que sí encontré en ‘Saber perder’, en ‘Abierto toda la noche’ y, especialmente, en ‘Cuatro amigos’. Ésta significó, significa, tanto para mí que ni siquiera he sido capaz de escribir de ella.

En ‘Blitz’ vuelve esa aventura de saber perder, de las pérdidas que nos convierten en quienes somos. En esta ocasión, en Beto, un joven arquitecto, que, como la mayoría de los personajes de Trueba, es tan normal que asusta, porque podrías ser tú. A Beto le toca aprender a saber perder cuando ya ha perdido. La ilusión. Casi la profesión. No la esperanza. Mucho menos la dignidad. Como muchos jóvenes en esta España que nos duele. Porque la situación económica y social que nos ha tocado vivir se convierten en un personaje más de la novela.

Y porque no ha perdido ni la esperanza, ni mucho menos la dignidad, es capaz de hacer que un relámpago (que es lo que significa blitz) pueda cambiarle la vida, los valores, cuando sucede lo inevitable.

“La vida cambia cuando los mensajes de amor no son para ti”.

Reconstrucción. Otro de los pilares en los que descansa la obra de Trueba. Primero pierdes, luego te reconstruyes. Quizá algún día ganes. O no. No importa. Lo valiente es el proceso.

«Durante la noche, Helga me había contado que el trauma del abandono siempre te lleva a idealizar al otro, a convertirlo a conciencia en más perfecto, más humano, más deseable, más irremplazable. Lo hacemos, me dijo, para causarnos más daño. Ese ideal nos abruma, es un insulto a nosotros mismos, que durante meses o años nos imposibilita querer a nadie más y nos hace mirar a los hombres y a las mujeres como pastiches lamentables del ser insustituible que acabamos de perder. Un día encontramos que nuestro recuerdo se hace más preciso y más justo y en ese momento podemos volver a pensar en ser menos infelices».

Porque hay belleza en ese camino, en ese momento de descontrol que supone sobrevivir a un naufragio vital y sentimental. Y es ahí donde Trueba nos deja unas emocionantes instantáneas del amor perdido, con sentido del humor, reflexionando sobre el tiempo —el perdido y el que nos separa— mientras contemplamos un reloj de arena como los soñadores que, algunos, nos empeñamos en seguir siendo. O somos.

“El amor es siempre infantil, ¿no? ¿Y qué? Seguro que la primera persona que cortó una flor y se la regaló a alguien se portó como un estúpido romántico. Para ser un romántico estúpido hay que ser valiente”.

Si hay algo que Trueba hace de manera magistral es ponerle letras a la verdad, y la más estremecedora suele llegar en forma de relámpago. Y no habrá manera de pararla.

«La amargura no tiene un grifo para desahogarla, sino que hay que consumirla hasta que desaparece y dejar el espacio para sentir de nuevo sin que lo tiña todo de estafa, de engaño».

bluebird Comunicación
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