La primera vez que supe de la pareja formada por André y Dorine fue hace tres años, en un ático de la calle Felipe III. Entonces todavía eran bloques duros de poliuretano y algunos retales de látex, y sus padres todavía no sabían todo lo que darían que hablar sus ancianos hijos. Eran rostros sin ojos que iban creciendo con el mimo que Garbiñe Insausti y José Dault habían heredado de la escuela creada por Familie Floz y su teatro de máscaras. Nacía también Kulunka Teatro, con la tasa de mortalidad infantil de compañías teatrales disparada y sin saber todavía, ni queriendo saber, la que se nos vendría encima.
Sus fundadores dotaron de biografía y alma a la historia de estos dos amantes, que cerca del final se lanzan a una carrera contra el tiempo para recuperar la memoria y recordar por qué amaron, para seguir amando antes de que el reloj se pare y el verbo se pierda para siempre. Así, creadores y personajes se sumergen en el proceso, más intuitivo que académico, de sintetizar una vida de amor en apenas 80 minutos para presentárnosla en frasco pequeño.
Vi la función por primera vez en diciembre del 2011. La compañía hacía un alto entre China y Londres para actuar en el Teatro del Bosque de Móstoles. Un público de todas las edades, que no llegaba a llenar la sala, se deshizo en aplausos emocionados al bajarse el telón y más de dos y más de diez se hicieron la misma pregunta: ¿Cómo es posible que un montaje de esta calidad, premiado internacionalmente y que ha aunado críticas sobresalientes por todo el mundo, no haya hecho temporada en ningún teatro de España? Ellos lo consideran natural, parte del proceso, sumado a las dificultades existentes para sacar adelante un proyecto en la actualidad y sólo cuestión de tiempo hasta que se instalen en las carteleras de nuestros teatros. Por el momento, podremos disfrutar de ellos hasta el 26 de Junio en el Teatro Poliorama de Barcelona, antes de que retomen su gira internacional que ya les ha llevado anteriormente por unos 20 países entre los que destacan Kuala Lumpur, Turquía, Taiwán o Siberia, entre otros destinos.
No creen haber hallado una fórmula, no creen que exista. Pero sí creen en una dinámica, la cual, sumada a temas tan universales como son la familia, la vejez, el amor o la memoria, y a prescindir del lenguaje oral para descubrir un idioma apátrida e intemporal, han puesto de manifiesto el común denominador que hacen que el espectador de Katmandú y el de Nueva York lleguen a idénticas reflexiones.
Otra clave, o la clave, de su éxito ha sido el equipo humano del que se ha rodeado Kulunka, sumando experiencias individuales, huyendo del individualismo, sabiendo despojarse de los egos en beneficio de la escena común, sabiendo estar y estando en cada momento con las mismas ganas de hacer, planeando muy por encima del estado de shock en el que parecemos estar inmersos actualmente. El cuidado plástico y el poder de las máscaras que casi se funden con los actores, una banda sonora que le ha valido a Yayo Cáceres la nominación al Max por su composición y precisión a la hora de moverse entre la emotividad y la carcajada, ponen el resto. El resultado puede resumirse en una palabra: belleza. Una historia sencilla, de optimismo sin paliativos ni edulcorantes, que tal vez no les enseñe nada nuevo, pero puede hacerles recordar cosas que hayan olvidado.
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