En el año 1998 dejé, por fin, el colegio católico, apostólico y romano al que se empeñaron en llevarme mis padres, para estudiar en un instituto del centro de Madrid. Mis recreos transcurrían en la Plaza del Dos de Mayo cuando todavía no se había convertido en punto de encuentro para meriendas guays con gafas de pasta y migas en la barba. Era kalimotxo en mini y olor a hachís impregnando el ambiente. En aquel entonces, yo sólo tenía 15 años y todo era nuevo.
En uno de esos recreos decidimos no volver a clase, porque no se hablaba de otra cosa más que de que en la calle Fuencarral se inauguraba “el centro comercial anticomercial”. O así lo llamábamos entonces los jóvenes que nos empeñábamos en descubrir otro Madrid, otro que tenía que haber y que la edad no nos alcanzaba siquiera a vislumbrar. Esas fueron mis primeras pellas, en busca de aquel “centro comercial anticomercial”, en busca de ese Camden tan lejano entonces a apenas tres calles de distancia.
Se convirtió en algo así como un símbolo, en la búsqueda de que había mucho más además de lo que nos contaban. Sólo tenía 15 años, buscaba mi yo, mi otro yo. La adolescencia es ese momento de la vida en el que te das cuenta de que, quizá, todo haya sido mentira. En el que te empeñas en ser diferente. O, mejor dicho, en el que te empeñas, por fin, en ser.
Supongo que hay que haber vivido aquí para sentir la tristeza que siento al enterarme de que el Mercado de Fuencarral cierra sus puertas el verano que viene. Supongo que hay que haber sido una adolescente madrileña para haber vivido con emoción la renovación de ese barrio que, con el tiempo, puede que se haya convertido en otra cosa, pero que entonces era la alternativa de color al gris que nos acechaba en cada esquina.
Cuando pase por allí ya no será lo mismo. Se habla de que allí pondrán un, otro, H&M, y en vez de sonreír recordando la que fui cuando empezaba a ser giraré la cabeza sin pizca de emoción, porque, a veces, desgraciadamente, las cosas sí son como nos los han contado.
Fotografía: Arkaitz Zubiaga ©