Viaje al País de Mai Més

He pensado mil veces cómo empezar este artículo, y cada comienzo me parecía peor que el anterior. La misma sensación que he sentido durante todo el mes de octubre en Catalunya, mi tierra, a medida que veía cómo los acontecimientos políticos que se sucedían uno tras otro eran cada vez peores y más incomprensibles.

A estas alturas todos conocemos el guión de esta película digna del mejor Berlanga, Hitchcock y Welles. El punto culminante llegó el 27 de octubre. La hora, alrededor de las tres y media de la tarde. Yo había salido apenas media hora antes de mi lugar de trabajo, dudoso de seguir o no el pleno, hastiado de tantas semanas de tensión altísima. Preferí, iniciados mis primeros pasos por la calle, poner una emisora de música rock. Ya me enteraría de algo el mismo sábado, pues había decidido que tras llegar a casa y darme un capricho en forma de comida a domicilio, me iría al cine a ver dos películas del tirón —algo que no hago desde hace demasiado tiempo— y al salir me iría directo a la cama.

En la calle todo parece igual: mismos rostros extranjeros en las Ramblas, más extranjeros pero del barrio en El Raval y El Gòtic. Son callejuelas que serpentean de un lado a otro, en el que la temperatura baja un par de grados de repente porque nunca les da el sol; calles adoquinadas, tanto por arriba como por las paredes, testigos de incontables años en los que su Barcelona ha cambiado tanto.

Decía Pierre Augustin de Beaumarchais: «No mires nunca de dónde vienes, sino a dónde vas». Y justamente pasó que mis pasos me llevaron a encontrarme en el sitio que aquella jornada extraordinaria —por el supuesto calado histórico— parecía reclamar: el Arco del Triunfo; por si fuera poco llegué justo en el momento que el Parlament “proclamaba” —daría para otro artículo si fue o no una declaración— la supuesta independencia, y una ola de júbilo me llegó incluso por encima de la música que resonaba en los cascos. Con la vista no alcanzaba a ver la algarabía que a menos de un kilómetro se agolpaba para celebrar el nacimiento de la República Catalana. Yo sentí que me flaqueaban las piernas.

El resto del camino lo recuerdo con dificultad. Sé por dónde fui, que calles crucé, que plazas atravesé… pero no consigo rememorar los sentimientos. Tal vez hice el camino de un modo autómata, dejándome llevar por la pura memoria y orientación. Un extraño don que sólo se nos muestra cuando no somos conscientes de nuestros actos. Así fue como llegué a mi casa, di de comer al gato, me cambié y comí lo primero que encontré en la nevera —ni capricho ni nada— dando paso a unos minutos de reubicación entre bocado y bocado. Empezaba a anochecer y en la televisión Ferreras parecía estar cerca de una apoplejía, pero seguía extasiado como si del primer minuto del día 1 de octubre se tratara.

Fue entonces cuando me di cuenta de que había hecho el más extraordinario de los viajes de mi vida. Y dudo que en el futuro lo repita.

Fue un viaje de un país a otro en apenas 40 minutos, un camino que los centenares de veces anteriores daban el mismo resultado. Las mismas calles, mismos sonidos, a veces incluso los mismos rostros; la cotidianidad del camino conocido, de los infinitos pasos dados en el mismo orden. Siempre igual, perenne. Excepto el pasado viernes, día en el que salí del trabajo estando en España y llegué a casa estando ya en el País de Mai Més.

bluebird Comunicación
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