¿Va a querer usted una bolsa?

Odio las bolsas de plástico de los supermercados. Siempre que voy a hacer la compra, me hacen pasar un mal rato. Ayer, sin ir más lejos, estaba en la cola de la caja esperando mi turno y no os imagináis lo que me inquietaba que llegara el momento de meter la compra en las malditas bolsas. Para más inri, el señor mayor que tenía delante había decidido comprar provisiones como si lo fueran a meter en un búnker los próximos cinco años, por lo que todo indicaba que iba a tener tiempo de sobra para recrearme en mi sufrimiento. Con el objetivo de olvidarme del problema, intenté centrar mi atención en el corte de pelo del cajero del super, pero no había demasiado en lo que centrarse y me ocupó muy poco tiempo.

Dicen que en los momentos de estrés existen dos opciones; o te bloqueas, o las ideas brotan de tu cerebro como la espuma de una cerveza mal tirada. En esta ocasión –como casi siempre que hay cañas de por medio– mi cerebro se decantó por la segunda opción. Y fue en ese momento, con el chándal y las zapatillas de deporte, en la cola del supermercado que tengo al lado de casa, cuando me di cuenta de lo presentes que están en nuestras vidas las bolsas de plástico del supermercado.

Vamos a empezar por el principio, por ese momento en el que el cajero o cajera te pregunta si necesita usted bolsas para meter su compra. Es justo en ese instante, cuando caes en la cuenta de que se te ha vuelto a olvidar la bolsa reciclable que tienes encima del frigo. Joder, con lo fantástica que es esa bolsa en la que cabe cualquier cosa y soporta todo tipo de peso. Como el típico amigo incondicional, es que conservas desde la infancia, al que prometes llamar cada semana. Una llamada que vas posponiendo y que finalmente siempre se te olvida. Y es que a ti te va más lo de seguir acumulando bolsas de plástico en la cocina. Bolsas de todos los colores, de diferentes cadenas de supermercados, bolsas que no te interesan lo más mínimo pero que sigues guardando y siguen ocupando espacio. Lo peor de todo es que hace dos meses ya no cabía ni una bolsa más, pero no has encontrado el momento de hacer limpieza. Y mientras tú sigues acumulando y se te sigue olvidando la bolsa reciclable cada vez que vas a hacer la compra, tu amigo de toda la vida sigue esperando esa llamada que le prometes cada semana.

Vale, se te ha olvidado la bolsa y ya no hay solución. Entonces, el chico o la chica que hay detrás de la caja te pregunta cuántas bolsas quieres y comienza el segundo dilema. Es difícil acertar con el número de bolsas que vas a necesitar para meter la compra. Tras varios segundos de meditación, siempre pides de más. O de menos. Nunca sabes cuál es el peso que van a soportar esas bolsas sin romperse. Porque encima también se rompen. Si metes tres cartones de leche, dos bricks de zumo, la botellita de vino para la cena y la fruta para toda la semana, llega el momento en el que la bolsa no puede soportar ese peso y explota. Y cuando todo caiga al suelo en mitad de la calle, serás tú el que tendrá que recoger lo que se haya podido salvar y tendrás que limpiar de tus zapatillas nuevas el zumo de arándanos que te ha salpicado. Y todo por no acertar con el número de bolsas que demandaba tu compra.

Y luego está el tema del dinero. En esta vida todo se compra con pasta. Si encendemos la televisión, todas las mañanas se nos mezclan las tostadas con noticias que hablan sobre casos de corrupción. Personas, que sin ningún tipo de escrúpulo aparente, han sucumbido a la tentación de ser comprados por cantidades astronómicas. Una bolsa vale cinco céntimos, pero hoy por hoy, son muy pocos los supermercados en los que te las dan gratis. Si eres un insensible que no se preocupa por el medioambiente, pues te jodes y pagas los cinco céntimos. Lo peor de todo, es que algunos hasta nos sentimos culpables por tener que pedir un par de bolsas. Otros, en cambio, arrasan con bosques forestales para construir urbanizaciones de lujo con las que pagarán sus vacaciones. El remordimiento no tiene cabida en sus vidas y, por supuesto, al ir a hacer la compra tampoco se acuerdan de la bolsa reciclable.

¿Y si el siguiente en la cola sólo ha comprado un par de cosas? Ay, qué mal. Tú ya has probado todas las técnicas posibles y sigues con la bolsa en la mano sin poder abrirla. El cajero o cajera te mira de reojo y notas la impaciencia del resto de personas que esperan en la fila. Como ese compañero de clase con el que siempre hacías los trabajos y te preguntaba cuatro veces –al día– cuándo le ibas a enviar tu parte para unirla con la suya. Él preguntaba y preguntaba mientras que la bolsa seguía bien cerradita.

Pues bien, mientras pensaba en todo esto, el señor mayor de delante llenó con éxito su búnker. Y una vez más, como cada lunes que voy a hacer la compra, el cajero de peinado inexistente fue el que finalmente acabó abriéndome las dos bolsas. Unas bolsas que al llegar a casa me di cuenta de que estaban medio rotas y que, por primera vez en mucho tiempo, acabaron en la papelera.

bluebird Comunicación
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