Los días se presentan invernales en la pequeña urbe amortajada. La nostalgia es un adoquín húmedo que resbala al pisarlo. Nuestro caminar errante se vuelve fallido por la pérdida de equilibrio emocional. El frío congela el genio y nos hundimos en la pesadumbre de bares oscuros. Minuto a minuto frente a la barra, la vida pasa ante nuestros ojos esfumándose en la niebla que se filtra por los poros. Una niebla densa que nos impide ver la vida. Sin lentes de aumento, la felicidad queda lejos cuando nos sumergimos en las gélidas aguas del desasosiego otoñal. Los árboles desnudos y las paredes ennegrecidas de contaminación enmarcan nuestro escenario vital día tras día, en una obra incompleta de guión improvisado.
El tiempo llueve en constante soledad otoñal. Cada minuto, un recuerdo se cristaliza en la memoria para siempre, incrustándose en el borde del vaso que contiene el elixir que nos mantiene alerta frente al cúmulo de adversidades y despropósitos cotidianos. La vida desfila al compás de una orquesta de melancólica sinfonía. Las conversaciones ajenas de bar se pierden por el desagüe de la indiferencia. Voces que resuenan en la caja de resonancia dominical. Momentos que se funden en un presente confuso. La felicidad habita en instantes que reviven cuando las tinieblas empapan las lágrimas del futuro pasado. Cuando la noche engulle el día, la mente se envuelve en la toga negra de los pensamientos póstumos.
Te dejas caer en el interior de tu propio precipicio. Nada importa cuando nada tienes salvo ese cuaderno que manchas de tinta y cerveza con la esperanza de que ensucie los recuerdos y los vuelva borrosos. Intentas calmar la ansiedad engullendo grasa vegetal en un intento de acallar los gritos desesperados de tu conciencia. No comes con la boca. Comes con cabeza insaciable. Alimentas la ansiedad con bocados inconscientes que se empeñan en apagar el hambre de una felicidad insaciable e irremediablemente insatisfecha. Los nervios se empachan de descontrol mientras engulles y bebes con enloquecida exageración. Apagas el dispositivo móvil de la tristeza para perder la cobertura de lo que te rodea. En realidad no tienes hambre, sólo angustia.
Al llegar al límite de la resistencia, cuando su cuerpo sólo se sostenía violando la ley de la gravedad y la cordura, escuchó al otro lado una voz que le susurró las últimas palabras que podía escuchar: «Aún te queda el postre». El postre de una semana a punto de ser vomitada. Nadie sabía que el postre era él.
La ilustración que acompaña a este artículo es de Raquel G. Ibáñez.