[Tragos amargos] El Plan B

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Nunca ocurre nada los domingos. Nunca encuentras un nuevo amor en domingo. Es el día de los infelices.

Tove Ditlevsen

Nunca ocurre nada los domingos. Nunca. Como un error en Matrix, el domingo es una astilla clavada en la mente que no puedes sacar. Un clavo más en la caja de pino de los infelices. No sabes lo que es, pero algo no funciona en él. El motor de la vida se gripa cada siete días, ahogado por la combustión de la resaca semanal. El cuerpo no responde a los impulsos nerviosos, que salen a la aventura azarosos, esperando encontrar una salida, y que no encuentran más que su suicidio colectivo. El cerebro se convierte en un campo de refugiados de neuronas que huyen de la guerra civil. Guerra sin cuartel. Los domingos son un abismo insondable de la voluntad. Nunca llegamos con la suficiente fuerza para afrontarlo con la esperanza de atravesar su agotador desierto de horas infructuosas.

El tedio de la prisión dominical lima los nervios con precisión quirúrgica. Las manecillas del reloj son cuchillas en el lóbulo occipital, reloj de tic tac incorregible y perfecto, aguijoneando la existencia, envenenando el presente. Con la voluntad dominada por el hastío, las horas de sol sólo cobijan las tinieblas más profundas de nuestro ser. Con el encefalograma plano de una semana que no sabes si termina o comienza, tiempo y espacio se difuminan en un horizonte que sólo anuncia tormenta. La tormenta perfecta. Inmerso en la imprecisión de líneas divisorias, perdemos las referencias que nos mantienen a flote. En mar abierto no hay faros ni balizas, sólo la inmensidad del océano y sus corrientes submarinas. No las puedes ver, pero las sientes, corrientes frías que te empujan hacia los acantilados del alma. Sin divisar tierra firme, movemos los brazos con la esperanza de encontrar un bote salvavidas entre los restos del naufragio. Un naufragio inevitable semana tras semana. Siempre a merced de las olas. Siempre ahogado en superficie. Cuando llegas a la tierra de nadie del séptimo día, sólo puedes pisar alguna mina perdida del apocalipsis. Minas que no aparecen en los mapas descoloridos que portamos con la esperanza de encontrar un camino despejado de trampas. Trampas que sabemos que están ahí, pero que no podemos ver. Invisibles. Mortales.

Otro domingo más que no vamos a misa, pero en el que seguimos implorando demencia. El domingo no tiene compasión ni piedad. Los sermones se amontonan a la entrada. El domingo no hace prisioneros. Tú mismo te encierras en la prisión de máxima seguridad. En nuestro campo de concentración, nos desplazamos sin rumbo por el interior del recinto, con movimientos erráticos. La condena del caos. El trabajo os hará libres, nos decían, pero seguimos encerrados detrás del alambre de espino dominical. Como animales enjaulados, recorremos el perímetro, sin descanso pero sin salida. Atrapados. Ausentes. Sin respuestas para el día siguiente.

Sigo inmerso en mis pensamientos fúnebres cuando alcanzo a ver una pareja de ancianos al otro lado de la calle. Les reconozco. Los he visto otras veces. Son vecinos de toda la vida.  Él apenas puede ver. Ella camina con dificultad. Los años han dejado en ellos las marcas de una vida que ya toca a su fin. Las arrugas rotulan sus rostros cultivados por el paso del tiempo. Caminan con el paso firme pero torpe de la confianza mutua. Al llegar al cruce, se detienen un instante. Ella le dice cuándo pueden cruzar y él la guía por el paso de cebra. Cuando llegan al otro lado, continúan su camino de regreso a casa, con la cadencia propia de quien conoce el camino a seguir con los ojos cerrados, a pesar de los obstáculos inevitables. Han conseguido cruzar su propio campo de minas. Un campo de minas que se desplegaba ante mis narices y que no pude ver, ensimismado en mis miserias.  Habían encontrado el pequeño oasis al otro lado del desierto que yo me sentía incapaz de atravesar. El mismo camino de todos los días. Sin mapas descoloridos en el bolsillo ni botes salvavidas. También los domingos hay esperanza. Es el Plan B.

La ilustración que acompaña a este artículo es de Daniel Crespo.

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