[Tragos amargos] El muro de las lamentaciones

tragos amargos

El presente es la viviente suma total del pasado.

-Thomas Carlyle-

El viejo muro aún seguía en pie. Siempre que pasaba delante, su imagen me traía bonitos recuerdos de la infancia. Anécdotas de la vida cotidiana que habían tenido lugar en ese mismo escenario. Recuerdos mundanos, que normalmente pasan desapercibidos en ese instante, pero que se graban a fuego en la memoria hasta el fin de nuestros días.

Nada había cambiado. Último vestigio de lo que un día fue, su piel rasgada de ladrillo y piedra se resquebrajaba año tras año, pero se mantenía firme. Encorvado pero erguido frente al tiempo y la pesadumbre de los días transcurridos desde su construcción. Sus arrugas eran testigo del paso de la vida por el barrio que lo vio nacer. Sobrevivía en la sombra, rodeado de las nuevas construcciones que había traído el supuesto ‘progreso’. Por una extraña albricia de la especulación inmobiliaria, había quedado aislado en su rincón, como el póstumo reducto de la barriada más antigua de la ciudad. La monótona colmena de ladrillo se había extendido como un cáncer por todo el espacio urbano, ahogando los viejos lugares que un día lucieron en todo su esplendor y hoy ya sólo forman parte del recuerdo. Sólo quedaba él. El último de su especie. En peligro de extinción constante.

Detrás del muro se escondía un solar luminoso al atardecer, sólo visible para quien se lanzara a esquivar la valla metálica que impedía acercarse a contemplar cómo la vida se abría camino en los lugares más inhóspitos de la urbe granítica. El santuario oculto tras la piedra aparecía ante los ojos como una ilusión en mitad del marasmo urbano. Un oasis inaccesible salvo que te aventuraras a saltar por encima de la barrera física y mental que imponen los ‘lugares prohibidos’. Un día salté a su interior.

Una colonia de gatos dominaba el espacio, protegidos por el muro y los edificios colindantes. En su refugio, habían creado un hábitat natural autónomo, aislado del mundanal ruido, del que les separaban unos cientos de metros. Sólo se aventuraban al exterior cuando veían la oportunidad de beneficiarse de algún alimento perdido entre los cubos de basura y los vecinos generosos. Su espacio de actuación quedaba al margen de los humanos, que vivían sus rutinarias vidas al otro lado de la fachada. Ahora les acompañaba yo y me observaban como a un fugitivo que se había adentrado en su santuario. Un intruso en su territorio. Sentado sobre una de las piedras derruidas, caí en un profundo sueño, imaginando las vidas pasadas en aquel lugar, que llevaba tanto tiempo inhabitado. Al despertar, la noche ya protegía completamente el solar abandonado. Me marché, con la sensación de que yo también pertenecía a los lugares aislados, al margen de la realidad y lo cotidiano.

Un domingo, una grúa de demolición amaneció junto al viejo muro. Al pasar junto a ella, sentí un escalofrío ¿Sería el final del último testigo mudo del barrio? El lunes, el muro ya no estaría allí. Una extraña sensación de angustia se adueñó de mí. Una sensación de pérdida inconsciente. Algo me estaban arrebatando en lo más profundo de mi ser, en algún lugar inaccesible, donde se guarda la esencia de lo que somos. Una parte de lo que era aún seguía impregnado en ese montón de piedra y ladrillo viejo. Dirigí mis pasos hacia la taberna de los sueños rotos, con la esperanza de encontrar consuelo en algún trago amargo. Otro más. Me senté en mi taburete y lloré sobre la barra. Lloré por todos los muros que habíamos derribado sin sentido por no ver más allá de nuestras narices mundanas, mientras levantábamos otros para separarnos de los demás. Muros, muros y más muros, que cortaban vidas y sueños, que se convertían en barreras infranqueables entre nosotros. Vallas, alambradas y concertinas que nos desangraban hasta despedazarnos como seres humanos. Muros modernos con tecnología vanguardista, diseñados para aislarnos en una fortaleza imaginaria. Muros de última generación para crear nuevas cárceles infranqueables frente a los otros.

El único muro que añoraría, era el único que era inútil. El único que lo único que guardaba era el santuario de los gatos sin nombre. El único anclado en un pasado que se perdía en la metrópoli. Metáfora de la vida en un mundo de fronteras inventadas por cartógrafos y estadistas de corbata y esmoquin. El único muro que había sobrevivido a nuestro derrumbe como sociedad ya es Historia. El muro de las lamentaciones.

La ilustración que acompaña a este artículo es de Daniel Crespo.

bluebird Comunicación
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