[Tragos amargos] Mowgli detrás de la alambrada

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No sabía dónde estaba. Ni cuándo. La última explosión le había aturdido, pero no más que las miles que la habían precedido. Tiempo y espacio se habían transformado en una extraña amalgama deforme de sensaciones encontradas sin sentido. Había perdido el norte. El sur ardía a sus espaldas. Sus pies encallecidos eran el reflejo de la tierra incandescente que había dejado atrás. Un recuerdo de su aldea que ahora sólo era cenizas. Pies ardientes como la guerra que intentaba dejar atrás, pero que le perseguía sin remedio. Sin descanso. Sin pausa. El reloj de su corta vida se había detenido abruptamente, descerrajado contra el suelo de lo que antes fue su hogar. Llegó el día en el que ni las pocas cabras que eran su sustento resistieron el bombardeo incesante de bombas y muertos. Mantenerse en pie fue su último acto de heroísmo. Su Infancia militarizada ahora buscaba desmovilizarse. Buscaba una vida insubordinada frente a la tragedia que se cernía ante sus ojos.  Anhelaba un horizonte que no estuviera cubierto por las llamas, el humo y la metralla de la guerra. No quería ser una muesca más en la lista de daños colaterales. No quería. No se lo podía permitir.

Su destino estaba claro desde que tomó la determinación de embarcarse en la incertidumbre del viaje más largo: el de la supervivencia. El cielo encapotado era una metáfora de su vida, cubierta de nubarrones y amenazando tormenta. Los recuerdos de su familia se perdían en su pequeña memoria, que ahora servía de caparazón, detrás de las montañas en las que un día jugó con quienes pocos días antes había enterrado. Las sábanas mortuorias manchadas de sangre eran su única bandera. Cuando en última instancia perdió a su familia, la tristeza ya no le abandonaría jamás. Sería su compañera de viaje el resto de su vida. Una mochila cargada de lágrimas que esperaba soltar al llegar a su destino. Ese que era claro e incierto a la vez, en medio de la espesura del viaje. Al final del horizonte metálico de vallas aún por atravesar.

Pasaron los días lentamente, igual que la niebla que siempre cubría sus esperanzas. Desde que abandonó su aldea natal, había atravesado miles de kilómetros. Los caminos tortuosos de los primeros días, cubiertos de arena y vegetación aguerrida, habían dado paso después a pistas cubiertas por vegetación frondosa. Bosques húmedos en los que guarecerse del mundo que le había dado la espalda y ahora le perseguía con gases lacrimógenos. No sabían que no los necesitaba para llorar. Llevaba llorando meses desde que empezó su exilio. Al caminar, seguía sintiendo el dolor de su tierra regada por la lluvia incesante de bombas, minas y metralla. Un sorteo que buscaba la siguiente víctima de su aleatoriedad, de su lotería macabra. Pies mojados y manchados de barro que aún seguían ardiendo, a pesar del frío incesante que ahora congelaba su cuerpo amoratado de dolor. No podía detenerse. Detenerse era una mordida impagable.

Los largos y tortuosos caminos de tierra que conducían a ninguna parte en el inicio de su aventura, habían dado paso hoy al asfalto de carreteras y autopistas. Había perdido la cuenta de los días, pero siempre se mantenía el mismo cielo cubierto de nubes, al igual que el futuro que quedaba por delante, detrás de la siguiente alambrada de espino. Detrás del siguiente puesto fronterizo. Cada día era una nueva prueba de supervivencia. Una prueba de que seguía con vida a pesar de las heridas que el camino le había ido dejando en la piel, marcada inexorablemente por los golpes y humillaciones, que le habían servido de peaje en ocasiones;  de pago por su vida en otras. Sin pasaportes. Sólo visados de vida o muerte.

Un día llegó a lo que algunos compañeros de viaje llamaban ‘la jungla’, una enorme extensión de chabolas e infraviviendas, que emergían como hongos en un lodazal de la zona costera. Miles como él aguardaban el salto a su destino. El salto infinito. En la ruleta rusa de la vida siempre quedan balas para quien se queda atrás. Éste era el territorio de los valientes. Al otro lado del mar, la orilla. Aquella  que había vislumbrado al final de la primera alambrada, detrás del humo y las sombras. La prueba de fuego. La única. El puerto en el que coger el último barco que zarpara hacia sus sueños. Sueños que hoy no eran más que sobrevivir un día más frente al miedo, escondido en una bodega.

Al embarcarse, por fin sacó el libro que guardaba en su mochila. Aquella cargada de lágrimas que ahora quería intercambiar por sueños. La mochila que había cogido al abandonar su hogar. Lo único que le quedaba. De ella sacó un libro. Un libro de hojas en blanco. El libro que empezaría a escribir al otro lado del canal. El libro de su vida. La que le aguardaba junto a quienes le habían llevado hasta allí. Aquellos que jugaban al juego de la guerra sobre un tablero en el que ya no estaba su hogar. El libro de la selva. Nuestra jungla de cristal.

La ilustración que acompaña a este artículo es de Daniel Crespo.

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