[Tragos amargos] La fábrica de acero

amargos

Desde la ventana empañada por el vaho de vidas en fundición, las filas de trabajadores dispuestas en orden geométrico se presenta ante mis ojos con nebulosa marcialidad. El ladrillo ennegrecido por los gases contaminantes construye muros sin salida, elevándose por encima de la vista. Cárcel de autómatas. Los altos hornos del sometimiento trabajan a pleno rendimiento, sin descanso, como el tic-tac implacable del capataz sistémico.

La impersonal esclavitud del trabajo mecánico hace que la visión hipnótica de los movimientos repetitivos de los trabajadores golpeando el metal, se grabe en la retina con soldador de esperanzas. Con sus monos azules, el estruendo de los martillos, y la sensación de vigilancia constante de sus capataces, se mantienen en un estado de hipnosis profunda, que les impide apartar la vista de su labor infinita.

Machacados por dentro y por fuera, sus vidas transcurren amordazadas por un sistema diseñado para la producción incesante, el consumo y la esclavitud. Un continuo aplastamiento rutinario que fija en el linóleo sus ilusiones. No hay nada más allá de ese espacio y tiempo, sólo la nada.

Al acercarme a través del tubo de ventilación, veo el producto que sus manos callosas están amoldando a golpe de martillo. Sobre una base metálica gris, un corazón de hojalata atornillado a la base se retuerce con cada golpe percutor. Todos iguales. Todos dispuestos. Todos temblando de dolor con cada sacudida. Es su propio órgano vital lo que golpean incesantemente y sin compasión.

Los hombres de hojalata ya no buscan un corazón de carne y hueso que les permita correr tras sus sueños y huir,  sólo quieren amoldar su corazón metalizado al escenario de su esclavitud. Los corazones son de hojalata, pero sus cadenas son de acero. Metalurgia de la vida atrapada entre muros de desesperanza ennegrecidos, porque nadie pone el golpe certero de martillo sobre sus cadenas.

La ilustración que acompaña a este artículo es de Raquel G. Ibáñez.

bluebird Comunicación
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