La marioneta observaba desde su vieja silla de madera a la bestia moribunda que yacía espasmódica a sus pies. Ella nunca decía nada. Aguardaba siempre a la llegada de su marionetista para deambular por el frío escenario de la prisión de la realidad. No tenía voluntad de escapar. No tenía fuerzas para enfrentarse a los muros que se levantaban junto a las salidas de emergencia. A pesar de que el alma encerrada en su carcasa de madera sentía el anhelo de levantarse, se dejaba llevar por la pesadumbre y la tristeza. Sólo quería seguir un día más actuando al compás de los hilos de realidad que la sostenían. Sólo un día más, se repetía una y otra vez, retumbando en su interior como un triste salmo exculpatorio. El miedo agarrotaba sus torpes extremidades, atrofiadas por la inacción y la desesperanza. Observaba la muerte de la mole peluda y dictatorial con expresión anodina. No sabía lo que significaba. Había muerto inesperadamente, quizás acuchillado por la espalda. No lo podía saber.
El monstruo agonizaba ahogado en su dolor. Él, que siempre había disfrutado torturando a los prisioneros que custodiaba, ahora exhalaba su último aliento, sin que nadie pudiera salvarle. Había sucumbido. Estaba abandonado a su suerte. La suerte que le negó a todo aquel que se cruzara en su camino. La prisión de los versos sueltos era su hogar. El celo con que sometía a sus víctimas rozaba la locura. Ellas, asustadas, se guarecían en los rincones de la prisión, junto a los barrotes de cristal. Algunas podían haber escapado. Eran tan escuálidas que podían fácilmente escurrirse entre ellos, pero temían el mundo exterior. Temían exponerse a nuevos monstruos, que seguramente aguardaban como su predecesor en el campo abierto. Siempre con piel de cordero.
Durante años, el monstruo fue el único que guardó las llaves de la celda. Se regodeaba en su dominio, basado en el miedo. Basado en la mentira. Basado en la debilidad. Paseaba frente a los barrotes relamiéndose las fauces con su última víctima, que siempre era la más débil en un rebaño dividido por la supervivencia. Nunca quería enfrentarse al más fuerte. Seleccionaba la pieza más madura, la que dejaban abandonada en manos del destino y la suerte. La que se daba por vencida antes de tiempo.
Cuando el monstruo murió, la marioneta esbozó una leve sonrisa, quizás surgida del fondo de su corazón de madera ¿Sería por fin el día en que disfrutaría de la libertad que siempre le había sido negada? Recreándose en su ligera sensación de libertad, no se percató de la llegada de un nuevo marionetista por la puerta trasera de la prisión, la que siempre quedaba en la sombra. Llegó por la espalda y, sin tiempo de reacción, comenzó a manejar de nuevo sus hilos con firmeza. Un día más y un día menos. El monstruo había muerto, pero la prisión permanecía a buen recaudo. A recaudo del Ibex 35.