Te levantas de la cama con entusiasmo. El sueño ha sido reparador. Una sensación ya olvidada. Te desperezas, estirando los músculos hasta sentir el crujir que anuncia la puesta en marcha del cuerpo, en el que todavía se pueden ver las marcas de las viejas cicatrices. El sol que lanza las primeras luces de la mañana invita al optimismo. Es la terapia frente a la criogenización del espíritu.
Al abrir la ventana, sientes el ligero frescor otoñal de la brisa matutina, que desentumece tu rostro soñoliento. Puede que por fin haya llegado el día. Te pones en marcha rápidamente, intentando exprimir esa sensación de bienestar que te ha invadido después de años de desasosiego y penumbra. No quieres que se pierda. Intentas conservar en tus manos esa plenitud efímera, como un copo de nieve capturado al vuelo.
Al salir a la calle, sientes la paz de los días festivos. Es demasiado pronto para que la maquinaria de la ciudad se haya puesto en marcha. Apenas está amaneciendo y el silencio apenas se ve interrumpido por ligeros murmullos que lanza la urbe en su digestión semanal, para dejar constancia de que sigue ahí, aunque no la sintamos en toda su potencia.
Encuentras una terraza al sol y te sientas a contemplar. La luminosidad del día envuelve la atmósfera a tu alrededor. Todo discurre con parsimonia. En sinfonía. No queda ninguna nota suelta. Los desacordes han desaparecido. Sacas la libreta y comienzas a escribir, intentando capturar en tinta las sensaciones de la mañana. La pluma se desliza al compás de la luz y suelta letras, palabras, frases y párrafos que rememoran la plenitud del momento. Al cabo de un rato, te sientes satisfecho. Crees haber captado el significado de la vida y haberlo traducido a un puñado de letras que releer en los días inciertos. Cierras los ojos ante la luz que inunda tu ser..
Unos minutos después, los vuelves a abrir. Te sientes aturdido por la sensación de plenitud vital. En ese lapso de tiempo y sin haberlo percibido, una desconocida se ha sentado junto a ti, en la misma mesa. No te diste cuenta, pero lleva un rato allí, leyendo y releyendo las páginas escritas hacía apenas un rato, aún con la tinta fresca de los días felices. En cierto momento, levanta la cabeza y comienza a reírse a carcajadas. Una risa colérica imposible de contener y controlar. La risa de quien enloquece por un absurdo. No puede detenerse. Los alaridos comienzan a interferir en la melodía del día perfecto. Los desacordes comienzan a salir de entre las tinieblas que emergen inhóspitamente. Un puñal de nubes se interpone entre el sol y tú en el momento en que ella abre la boca: “VAYA PUTA MIERDA” y sale corriendo soltando sus últimos alaridos de gracia, dejando el cuaderno entreabierto en la mesa. La nubosidad aumenta al ritmo de tu ira y todo se vuelve gris, del color pardo de la rabia y la tristeza que confiabas haber dejado atrás, justo en la ventana de tu habitación, y que ahora despiertan. Habían trasnochado. Rompes el papel en mil pedazos y huyes, mientras las primeras gotas de la lluvia de lágrimas empapan cuerpo y alma.
Entras a trompicones en la guarida del lobo que es tu hogar y ocupas tu viejo taburete en el rincón de los desahuciados. Es la taberna que siempre abre al anochecer. Vuelves a la mortaja urbana en la que te sientes más cómodo. Es el ataúd en el que te retuerces como un muerto en vida pero al menos sabes que estás vivo. No es el juego de luces de la mañana. Ya no te engañará más la pirotecnia de la felicidad. Has vuelto a pisar el escenario de suelo pegajoso y paredes desconchadas que es tu vida. Pides lo de siempre y sacas tu libreta. Efectivamente era una puta mierda. No puede salir nada bueno de una hoja sin restos de sangre y cerveza. Sin la pluma clavada en el corazón no hay poesía. Ni vida.
La ilustración que acompaña a este artículo es de Raquel G. Ibáñez.