¿Estáis ahí? No puedo veros. Mis ojos llevan fijos en la misma pared demasiado tiempo. La mirada se ha fundido con las musarañas. He perdido toda capacidad de distinguir espacios y formas. Plegado en mi Universo, me he enredado en la teoría de cuerdas para quedarme en un permanente estado vibracional. Siento vuestra presencia, pero he extraviado la capacidad de sentir. En el agujero negro de la melancolía nunca sabes lo que queda al otro lado.
¿Habéis vuelto? Sin percepción de la realidad y el tiempo, vuelvo a estar a la deriva. Todo se nubla en las alturas de mi refugio invernal, donde la falta de oxígeno asfixia la mente y entumece los nervios. Abandonado a mi suerte en el campo base de los pensamientos simples, los meses de silencio me condenaron a la cadena perpetua de la pesadumbre. Las manecillas del reloj se congelaron en el momento en que decidí el aislamiento.
Apenas puedo caminar, todavía envuelto en el mar de sombras de mi existencia. Encerrado entre las cuatro paredes del alma, no puedo vislumbrar la luz al final del túnel al que me adentré en busca de respuestas a preguntas que nunca formulé. Allí donde habitáis los vivos, sólo encontré razones para la hibernación. En el refugio invernal, mis sentidos se atrofiaron, hasta confundirse con la piedra caliza de mi ser sedimentario. Endurecido por el frío, perdí toda capacidad cognitiva y sensorial. Mi mente pronto comenzó a sentir los efectos de la falta de estímulos externos. Alucinaciones de una vida mejor recorrían la estancia, alimentadas por mi falta de juicio. Arrinconado junto a la única ventana que dejé sin tapiar, temía asomarme una vez más a la realidad que dejé atrás. La soledad me permitía no sentir dolor, pero me privaba de cualquier otro sentimiento. El tiempo se detuvo en aquel lugar de cumbres borrascosas y picos de felicidad que rasgaban el cielo. En las alturas, ¿podría por fin encontrar alguna respuesta? Esperaba encontrar las preguntas adecuadas pero sólo divisaba cimas inalcanzables.
Cierto día, un rayo de sol penetró por la única ventana que me permití dejar abierta. Fue la única luz exterior que había sobrepasado los muros que levanté frente a vosotros. Una ligera y cálida brisa comenzó a derretir el hielo de mi incertidumbre ¿Sería posible volver al exterior? ¿Sería posible la vida a la intemperie?
Al lanzarme trastabillado al exterior, vi que la primavera no era más que otra estación oscura y fría. Otra estación en la que los trenes de la felicidad ya habían pasado. Las flores sólo marcaban el camino hacia la fosa común. Al dar el primer paso, resbalé, precipitándome una vez más sobre el valle de lágrimas de vuestras vidas. Todavía no había llegado el deshielo. Otra caída que no era mortal ¿Hubiera sido mejor permanecer a resguardo? Posiblemente, pero… ¿qué haría sin vosotros? Allá vamos. ¿Me acompañan?
La ilustración que acompaña a este artículo es de Raquel G. Ibáñez.