Al salir de la cueva, la luz del día taladró mi percepción. Agujeros invisibles filtraban mi poco sentido común. Aturdido, sólo veía sombras en el camino errático que dibujaba sobre los adoquines del sábado. Adoquines vírgenes, a pesar de la lluvia anterior.
No podía avanzar entre la marabunta etílica. Las calles se presentaban como laberintos indescifrables sin máquina Enigma. La música crujía en mi interior mientras la vida se escurría entre lobos invisibles que acechaban el menor atisbo de debilidad. Mejor correr. Mis pasos se perdieron en compases que ahora no recuerdo.
La soledad de la senda circular era la mecánica de mi corazón. Recorrí kilómetros perdido en la espesura de bares solitarios, en los que sólo encontré conversaciones de libro. Sin sosiego, mi pluma seguía dispuesta, pero inerte. La libreta me guiaba con la certidumbre de la primera misión a Marte. El paisaje seguía presentándose sin obstáculos, pero sin señales, con la única pendiente de mi necesidad de encontrar algo al final del camino.
Encontré la montaña de mis recuerdos. Con la decisión de quien se lanza por primera vez al agua glacial, comencé el ascenso. Mientras el oxígeno disponible descendía, mi esperanza subía por momentos. A menudo, los riscos los confundía con mi hogar. Entre los salientes, encontraba las marcas de quienes me precedieron en la melancolía.
Al llegar a la cumbre, descubrí que me encontraba en el punto de partida. Después de escapar al abismo primaveral, me volvía a encontrar en mis orígenes. Yo. Sin la luz que me guió a salir de la cueva del día a día inmerso en la certidumbre de la rutina, ahora me encontraba en la incertidumbre de las cumbres borrascosas.
Mejor correr y no volver jamás. Al final del último valle nos encontraremos. Otra vez. Con el mismo miedo a las alturas. Con la misma ilusión de quien sale de su cueva sabiendo que no tiene nada que perder.
La ilustración que acompaña a este artículo es de Raquel G. Ibáñez.