Este es un título demasiado largo para algo que no será tan extenso de explicar

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El hecho, que tal vez termine por resultar una tontería, es fácil de narrar porque se repite de una manera asidua cada pocos días. Siempre por la mañana, cuando todavía me estoy sacudiendo el sueño de encima y en mi cabeza sólo hay lugar para una especie de resaca que no tiene su origen en el alcohol. Es fin de semana y por eso apenas hay gente en la calle cuando bajo con mi mochila al hombro rumbo de algún sitio en el que aprovecharme de una red pública de wifi.

El fenómeno ya forma parte de mi pequeña rutina cotidiana: levantarme, salir, desayunar y escribir, enviar mails, regresar a casa, disfrutar del fin de semana. Llevo con esta rutina aproximadamente un par de meses, desde que —por razones que todavía intento desentrañar— abandoné la práctica de mi particular «sabbat tecnológico«, al cual mi cerebro y mi bienestar mental empieza a echar de menos.

Es en estas circunstancias, ya en el bar o cafetería de turno, con el PC encendido y tecleando lo que sea (el artículo, una réplica en un foro, un tuit supuestamente ingenioso) empiezo a escuchar el sonido inconfundible del afilador: ese hombre mayor que, mediante el reclamo en forma de escala musical muy aguda, pregona a grito pelado su llegada. Una figura que pervive en mi memoria desde que tengo acceso a ella. Siempre, los fines de semana, surge la voz del afilador que rompe las mañanas usualmente tranquilas y me temo que emplea sus cuerdas vocales en vano, pues nunca he visto que tuviera cliente alguno. Ninguno de los afiladores lo ha conseguido, y eso que ya he podido observar a unos cuantos.

Pero éste en particular tiene algo que me inquieta. Como he dicho antes, voy variando de local al que conectarme para darme un poco de vidilla y así no tener la impresión de estar metido en una tediosa rutina (bastante tengo con mi trabajo). Y ahí radica la razón de este artículo: vaya al bar, cafetería o restaurante que vaya tarde o temprano el afilador se planta en la puerta y cacarea su repetitivo reclamo. A veces he llegado a andar una hora para alejarme del barrio, y da igual: siempre termina por aparecer. El mismo afilador, un hombre anciano con lo que sospecho que es un ojo de cristal, cara de pocos amigos y voz de cazalla más propia de un pirata.

Digo que ya forma parte de mi rutina porque prefiero verlo así que no como un tipo extraño que me está siguiendo allí donde voy. Prefiero eso a imaginarlo esperando en la esquina de mi calle, viéndome salir por el portal e iniciando su sigilosa persecución hasta el lugar al que vaya. Muchas veces he mirado más hacia atrás que hacia adelante, pero nadie me seguía, sólo mi sombra cuando el sol me daba de cara.

Pienso que tal vez necesita un cliente para poder morir en paz. Porque es un hombre muy viejo. Y me ha tocado a mí: me perseguirá lo que haga falta hasta que me convierta en su primer y último cliente, su pasaporte al descanso definitivo.

Su fin de semana infinito.

Fotografía: Feli García ©

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