Dijo Harry Mulisch que un comienzo no desaparece nunca, ni siquiera con un final. Parece que tenemos tanto miedo a los nunca como a los para siempre. Y ninguno de los dos son tan malos, quizá porque, en el fondo, ninguno de los dos existe. Son fábulas, de esas que nos hacen la vida más fácil. El arte nos ha enseñado que un punto y final no siempre es tal. Y la lección del amor puede que sea que es posible convertir los finales en principios.
Lo que es cierto es que nos obsesionan los finales. Vivimos en una sociedad de tradición cristiana y, a lo mejor de manera inconsciente, los relacionamos con la muerte, el eterno adiós. Pero hay finales, todos los hemos visto, llenos de vida, de belleza.
Se dice que los finales son importantes. Sin embargo, a mí me dan exactamente igual. He leído libros absolutamente imprescindibles de los que no recuerdo el desenlace. Y me importa bien poco. ¿Es necesario siempre llegar a destino? Según, a veces no. Sí, si es para leer cosas como ésta:
El capitán miró a Fermina Daza y vio en sus pestañas los primeros destellos de una escarcha invernal. Luego miró a Florentino Ariza, su dominio invencible, su amor impávido, y lo asustó la sospecha tardía de que es la vida, más que la muerte, la que no tiene límites.
–¿Y hasta cuándo cree usted que podemos seguir en este ir y venir del carajo? –le preguntó.
Florentino Ariza tenía la respuesta preparada desde hacía cincuenta y tres años, siete meses y once días con sus noches.
—Toda la vida —dijo
(‘El amor en los tiempos del cólera’, Gabriel García Márquez)
O como ésta:
Y él no podía hacerlo; no podía morir. ¿Cómo podría irse? ¿Cómo podía haberse ido? Todo lo que él odiaba estaba aquí.
(‘El teatro de Sabbath’, Philip Roth).
Porque, no nos engañemos, de una u otra manera, y para evitar el arañazo de un adiós definitivo, es mejor decir «Siempre nos quedará París»:
Creo que George Orwell fue un genio de los finales. Demoledores y conmovedores, de los que no se olvidan aunque diera igual no recordarlos, porque sus obras no perderían un ápice de calidad. Ni de sentido.
Los animales, asombrados, pasaron su mirada del cerdo al hombre, y del hombre al cerdo, y, nuevamente, del cerdo al hombre; pero ya era imposible distinguir quién era uno y quién era otro.
(‘Rebelión en la granja’, George Orwell).
Esto que hago ahora es mejor, mucho mejor que cuanto hice en la vida; y el descanso que voy a lograr es mucho más agradable que cuanto conocí anteriormente.
(‘1984’, George Orwell).
Pero si hay un final de finales. Un final que es como ese amor que comentaba al principio, un amor que los convierte en principios es el final de ‘Cinema Paradiso’. ¿Dónde empieza y dónde acaba una historia? A veces, para marcarse en las venas un punto y final no nos queda más remedio que volver al punto de partida.