Quiero ser (inserte aquí su nombre)

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Me gusta perderme por la FNAC —sí, se escribe con artículo femenino— porque ahí siento que el mundo es algo mejor. Y no lo digo por el aroma a consumismo que desprende cada rincón del centro comercial, una fragancia imperceptible que embriaga a cualquiera que se adentre en las tripas de semejante leviatán del capitalismo y dentro del cual, tarde o temprano, acaba por pagar por un libro, una película, un artículo estúpido que no sirve de nada pero nos ha hecho gracia o, en el peor de los casos, con una televisión u ordenador portátil. Y eso que ibas a dar una vuelta.

Soy consciente de esos riesgos, pero al mismo tiempo pasear por pasillos llenos de novelas clásicas, contemporáneas, ciencia-ficción, música, cine clásico… es en realidad un garbeo por mi propia mente. Como si de la película ‘Quiero ser John Malkovich’ se tratara me transporto a mi propio cerebro y buceo en su interminable archivo de palabras y escenas, algunas de las cuales ni siquiera recuerdo, pero que están grabadas a fuego.

Los lugares comunes en los que realmente siento que me aparto lo suficiente del ruido de la sociedad como para encontrar mi voz interior que se ahoga en el caos, esos lugares son pocos. Y, sin embargo, más que suficientes. Sé que existen otros igual o mejores, pero soy una persona demasiado urbanita y, pese a ello, he conseguido encontrar pequeños templos del retiro en una ciudad como Barcelona.

Lugares comunes en los que pierdo de vista el agobio. La playa, sin importar la época del año. Nada me relaja más que sentarme a orillas del mar y dejar que mi cabeza se vacíe en esas aguas a veces turbias, a veces sorprendentemente cristalinas. Quizás me gusta más en invierno que en verano; con el frío puedes llegar a estar completamente solo en la arena y es una sensación de soledad cálida. Un remanso de paz que descubrí de forma tardía, pues siempre me había incluido en ese grupo de seres humanos a los que apenas les daba el sol durante el verano y ni se acordaban de que existían las playas el resto del año. Hasta que dejé de pensar en la costa como un bañista o dominguero frustrado y lo hice como un ciudadano estresado. Todo cambió. Gracias a mi trabajo podía regresar a casa caminando, siempre que no tuviera prisa; en una ocasión decidí hacerlo por el paseo marítimo y fue un flechazo. Desde entonces, cuando mi estrés alcanza cotas insoportables, basta dar un paseo mientras escucho el rumor de las olas y me llega el olor a salitre para que vuelva la tranquilidad a mi interior. Es como una ducha fría, como un buen porro de marihuana.

Este lugar es mi favorito, por lo que temo estar cometiendo un error al hablar de él. Hay una plaza oculta a la sombra de la Plaza Catalunya en Barcelona. Justo al lado, tanto que parece mentira cuando ves a qué distancia se encuentran: apenas la extensión de un callejón de no más de 60 metros. Es pequeña, muy pequeña, silenciosa y mágicamente aislada del mundanal escándalo del centro de la ciudad. La mayoría de las veces que he ido se encuentra vacía, como si fuera un pequeño rincón invisible a ojos del resto del mundo. Tiene una pequeña iglesia cuyo atrio siempre está abierto y por el que se cuela una luz distinta, como si estuviera filtrada. Allí he pasado muchas tardes —ahora no tantas como me gustaría— en las que sólo mi propia compañía me da conversación, en silencio, mientras los pájaros se me acercan curiosos. El suelo adoquinado amplifica los pasos de los afortunados y afortunadas que descubren el lugar, a veces por pura casualidad, a veces por recomendación de alguien —algo que pasa poco porque nadie quiere compartir un lugar como este, es como un pequeño tesoro virginal que tememos que termine mancillado por las multitudes— que desvela la ubicación de esta suerte de “isla del tesoro”. Fue precisamente en esa plaza donde, sin que lo supiera, nació el germen para mi novela ‘La vida leída‘; tal vez aquel espíritu rural que me invadía fue el pequeño acicate para que más adelante surgiera la historia en mi mente.

FNAC, playas y la plaza secreta, son todos lugares que podrían ser tranquilamente el interior de mi cabeza. Mundos en paralelo a la vorágine de la vida real y cuya fina barrera atravieso cada vez que me pierdo en ellos. Panteones personales, incorruptibles al paso del tiempo. Intransferibles, únicos. Como mi cabeza. En realidad no soy ningún tipo original, porque no dudo que otras personas han encontrado ese descanso en estos rincones y convertidos en John Cusack se meten en el interior de la cabeza de John Malkovich. Aunque, cambiando a los protagonistas: somos nosotros mismos metiéndonos en nuestra propia cabeza.

¿Quiero ser John Malkovich? No, más bien quiero ser yo mismo.


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