[Tragos amargos] Las puertas de la percepción

tragos amargos

Si las puertas de la percepción se purificaran todo se le aparecería al hombre como es, infinito.

-Aldous Huxley-

Las puertas de la percepción permanecen cerradas. He tirado la llave al fondo de mi conciencia, donde no puedo alcanzarla, donde las manos se vuelven difusas por la niebla y no logro más que palpar el sufrimiento que habita en las cloacas de la existencia. En lo profundo, sólo queda nuestro yo abisal, aquel que jamás ha visto la luz. No tiene ojos, pero sí huele el miedo. Miedo a experimentar más allá de la asfixiante monotonía. Más allá de una vida marcada con los números de la guía telefónica. Marca de herradura que tenemos en la frente.

Hubo un tiempo en que intenté abrirlas, pero descubrí tantas sombras como luces. Los destellos de felicidad eran demasiado efímeros. Demasiado volátiles. Se perdían entre las bambalinas de nuestro teatro de marionetas. El teatro de la funcionalidad. Las sombras al otro lado eran demasiado alargadas. Demasiado siniestras. Cuando espacio y tiempo se vuelven irrelevantes, la percepción sobrecoge. Cuando nos asomamos al abismo de las ilusiones y éste nos devuelve la mirada, los ojos captan la profundidad del infinito que nos engulle hasta hacernos estremecer. El miedo en la soledad del caos siempre ajusta sus grilletes.

Decidí vivir la vida en encefalograma plano. Tumbado en la camilla de la UCI de la existencia, mis pulsaciones quedan bajo el control de la monotonía, monitorizadas en la pantalla de la rutina. Me quedo enganchado al bip bip atronador del sistema establecido, de lo previsible. Mí índice ya no señala ningún rumbo más allá de los lugares comunes, en los que confluyo con vosotros. Soy uno más del rebaño pragmático. Una res del utilitarismo que amanece cada día dispuesta a ir voluntariamente al matadero de lo cotidiano. Sin necesidad de azotes, marcho con la cadencia del esclavo eficaz. Las cadenas pesan más cuando no sientes la necesidad de soltarte.  Anulada la voluntad, sólo queda el piloto automático, que he dejado puesto sin pensar más allá de mis narices.  En la oficina de la vida siempre soy el primero en fichar y el último en salir. Sin pagas extra. Sin ascensos.

Hubo un tiempo en que soñé que habitaba las cumbres. Un día las pisé sin vuestro permiso. En la cima, la cotidianidad se divisa como un punto más en la inmensidad del océano de estímulos y sensaciones. Respirando el aire de las alturas, sentí el oxígeno vital fluir con el caudal suficiente para regar mis sentidos, hinchados por la necesidad de descubrir, sentir y palpar. Ese tiempo quedó atrás, aplastado por la inconsistencia y el conformismo. Pisoteado por el mundo exterior, con sus normas de lo políticamente correcto y previsible. Renunciando al caos, renuncié a la vida.

Hoy me conformo con sortear el lodazal. Mis engranajes chirrían por falta de entusiasmo lubricante. Cuando el mecanismo de evasión lleva mucho sin activarse, el motor de la existencia se gripa, ahogándose por combustión fallida.  El reloj de la vida siempre necesita cuerda. Agotado por la existencia anodina, poco a poco se desgasta. El tic tac de los días grises retumba en mi interior como una llamada de emergencia. No hay 112 que nos salve. Cuando dejas de dar cuerda, no hay marcha atrás. El reloj se detiene junto a tu cadáver. El cadáver de quien olvidó mantener las puertas de la percepción abiertas. Que olvidó que el individuo bien equilibrado es el verdadero loco. El único al que hay que temer. Sin mescalina.

La ilustración que acompaña a este artículo es de Daniel Crespo.

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