Escribo esto mientras oigo en bucle una canción ñoña de un cantautor estúpido. Es la canción más cándida del mundo, romántica y naïve, pero tiene algo que me parte en dos, un toque de nostalgia rota. Y una línea de bajo que me ha hecho levantarme de la cama y escribir, aunque sé de antemano que cuando termine el bucle y yo haya formado unas cuantas líneas la urgencia del momento se habrá disuelto. Mis pequeñas obstinaciones son cotidianas y amables, pero requieren que las resuelva de inmediato.
Benedetti se sentía, a veces, como una laguna; yo, a veces, como un cuaderno escolar. Tengo el día de pensar en cuánta gente ha pasado por mi vida y por cuántas vidas he pasado yo, y de recordar decepciones y puntos y aparte que he ido acumulando. Y tachaduras y páginas arrancadas y obscenos e intolerables cambios de tinta; pero sobre todo puntos y aparte, que era una cosa que ya parecía fascinarme desde pequeña. Los puedo contabilizar, comparar, marcar en el tiempo; asociar a personas y lugares; a cómo llevaba el pelo en aquel momento o a qué libro andaba leyendo entonces. Asombrosamente, en cada punto y aparte pocas cosas permanecen con respecto al anterior. En una mujer-cuaderno cotidianamente obstinada conviven muchos abismos; algunos injustificados, otros necesarios.
Y entre una colección de párrafos desorganizados y caóticos, muchos de ellos interrumpidos con violencia, se eleva la certeza de que nadie me ha debido tanta fidelidad como mi cuatrocuerdas: mi promesa frustrada de que montaría un grupo de rock, que un día confiné a un rincón por mi dorsalgia aguda, por mi estrés crónico –siempre convenientemente repartido en trabajos de medio pelo y estudios– y por mi algodistrofia metacarpiana que espero que no me acabe privando también de escribir. La evidencia es esa: él nunca ha dejado de esperarme, al margen de todo lo demás. Mientras la canción se repite, tozuda y alegre, formo figuras y digitaciones mentales, aliviada de comprobar que aún no he olvidado lo esencial. ¿Cuánto hace que no toco? Probablemente la mitad de tiempo de lo que admito en público, pero casi con total seguridad el doble o triple de lo que puedo estimar vagamente.
Y pienso:
En los cigarros que me he fumado desde que toqué por última vez.
En las veces que he dicho “no voy a fumar más” desde que toqué por última vez.
En las maletas que he hecho y deshecho desde que toqué por última vez.
En las puertas que he abierto y cerrado desde que toqué por última vez.
En los cafés que me he tomado con alguien, sin prisa, hasta que la cafetería cerrase, desde que toqué por última vez.
En los décimos de lotería que he comprado desde que toqué por última vez.
Dejo de echar cuentas porque me pierdo entre meses y años y ciclos: se me antoja imposible localizar una insignificante boya entre tantos puntos y aparte. Pero sí sé que han pasado ya muchos cigarros, muchos cafés, muchas maletas, muchas puertas y muchos décimos.
Por eso, en este día de retrospectiva y balances, páginas, puertas y remontadas, pienso que la vida es el intervalo entre aguantar a imbéciles para costearte un capricho que paulatinamente se va convirtiendo en sueño, y lo que tarda en empolvarse ese sueño mientras tú te dedicas a fumar, prometer(te) que dejas de fumar, viajas y vuelves, abres y cierras puertas, tomas cafés sin prisa y juegas a la lotería para –quizá, en última instancia– costearte, a base de aguantar a imbéciles, nuevos caprichos que sustituirán a viejos sueños empolvados, y vuelta a empezar.
Los hechos me gustan tanto como los puntos y apartes; tal vez por eso elegí ser periodista, porque son lo que nos queda para los que nos solemos perder, aun involuntariamente, entre párrafos. El hecho de hoy, único e insustituible, es que el bajo sigue ahí. Nunca se fue. Está desafinado, y su elegante melancolía no reprocha mi ausencia. Adivino, o invento, una sonrisa en sus trastes, que parece preguntar cuándo voy a volver. Quiero pensar que por eso tengo perro, que por eso brindo siempre antes de beber, que por eso no es raro encontrar de vez en cuando alguna flor seca entre los libros que atesoro. Tal vez porque necesito todo eso que me sonríe o me hace sonreír, y porque las sonrisas son para siempre, imposibles de olvidar; a prueba de hojas de calendario y de puntos y aparte y de párrafos tan abruptos y abismales que, a veces, dan miedo.
Fotografía: Camilla Hoel ©