París reconvertida en Nueva York

Durante mucho tiempo pensé que Nueva York era mi París de April Wheeler, ese sitio mágico en el que, por fin, sería el patito feo entre los cisnes, el único capaz de echarle un pulso a la luz de Madrid.

Fue allí, montada en un taxi amarillo dirección Manhattan, mirándolo todo con ojos de niña, cuando creí haber encontrado mi lugar en el mundo.

Te quise, te quise y era como una canción de los Beatles, como si solo tú y yo hubiésemos descubierto la fórmula del amor, como si nadie más hiciera el amor, como si perdiéramos la virginidad en cada intento, pero sin miedo ni dolor. Éramos especiales, como April y Jack antes de ser los Wheeler, cuando bailaban y no les hacía falta soñar, porque no dormían, porque se tocaban y bastaba. Bebíamos cerveza a miles de kilómetros del Lower East Side de Manhattan. Y cerca de allí fuimos a morir, a las puertas del Edificio Dakota, donde asesinaron a Lennon. De repente, sin avisar. Nos matamos. Y bastaba.

Una no sabe lo que es la felicidad hasta que no se descalza en Central Park y baila debajo de los aspersores que convierten lo amarillo en verde, justo antes de caminar despacito con la memoria puesta en John Lennon en un rincón que sólo se puede llamar Strawberry Fields. La memoria es tan osada que es capaz de recordar lo que ni siquiera se ha conocido.

Y te subes en el Cyclone y es como si Lou Reed te susurrara al oído la letra de ‘Coney Island, baby’. O como si mereciera la pena estar viva, justo ahí, en ese momento, mientras el estómago se sube hasta la garganta y lo oídos chirrían hierros oxidados repletos de historias cotidianas de un millón de domingos cualquiera.

En Nueva York todo es música. Y cine. Son los sueños desvelados de una ciudad que dicen que nunca duerme.

bluebird Comunicación
bluebird Comunicación
bluebird Comunicación
bluebird Comunicación

Dejar respuesta

Please enter your comment!
Please enter your name here

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.