Hace mucho, mucho, tiempo, me costaba dormir cada noche del 5 de enero. Todavía era demasiado pequeña para que la vida me hubiese enseñado quién manda. Los dolores de estómago, por aquella época, todavía eran solo de ilusión y nunca me dolía tanto como entonces. A veces, mientras vigilaba de reojo el roscón de Reyes que mis padres habían puesto a fermentar junto a la estufa del salón. En el Belén, Sus Majestades los Reyes de Oriente habían ido acercándose al niño a lo largo de la Navidad hasta quedarse pegados a él.
Había llegado el momento. Tres copas, de las chiquititas, las de coñac, un plato con turrón y, por supuesto, un cubo de agua para los camellos. «Es una noche muy dura. Llegarán sedientos». Y el revoloteo alrededor de cuatro zapatos más limpios que nunca. ¡Qué nervios! «Pipi, vete a la cama, si ven luz no pasan». Y me iba a la cama, con el edredón tapándome hasta la boca. Y cerraba los ojos muy fuerte. Y volvía a abrirlos. Y así hasta que los nervios mágicos de todo el día me vencían. Estoy segura de que soñaba con el perrito que nunca llegó. Todavía faltaban 20 años para que descubriese, con asombro, que los sueños de Navidad pueden llegar en agosto.
No sé si siempre fue así, pero en mi memoria la mañana del 6 de enero siempre empezaba con la voz de mi padre diciendo «¡que ya han venido! ¡que ya han venido!». ¿Cómo era posible? El salón era una fiesta. Como alucinante era que los Reyes Magos hubiesen bebido de nuestras copas, comido de nuestro turrón. «Y qué sed tenían los camellos, se han bebido el cubo casi entero». Y papeles y juguetes y roscón mientras todavía me temblaban las piernas, empezando a añorar ya que habría que esperar un año entero para que la magia volviese a repetirse, una vez más.
Por eso, cuando se acerca el 5 de enero, vuelvo allí, donde siempre somos niños, como si le hubiese hecho una promesa a aquella que fui. Y por eso, quizá, en noches como la de hoy, cuando me meto en la cama, cierro los ojos muy fuerte. Y los vuelvo a abrir. Y así hasta que los nervios mágicos de todo el día me vencen.
Porque hay momentos en los que espero ser siempre una niña. Por mucho que la vida me haya enseñado quién manda.
Fotografía: jacinta lluch valero ©