Moreno paleta

Pasear por la playa todavía es gratis, un privilegio que tal vez esté en peligro de extinción. Exagerado o no, el aroma a placer caduco me envuelve cada vez que al salir del trabajo regreso a casa caminando por el pequeño paseo marítimo de Barcelona, desde el Hotel Vela hasta Diagonal Mar: un paseo de casi dos horas a lo largo de la práctica totalidad de las playas de la Ciudad Condal.

En pleno mes de agosto puede parecer un suicidio, o una mala idea como mínimo. Una auténtica riada de turistas puede amenazar a cualquier transeúnte con ser arrastrado hasta la mismísima orilla del mar sin poder hacer nada. Lo que antes era agradable brisa marina, tiznada de un suave tamiz salado, se ha convertido en una molesta mezcla entre crema solar y carne chamuscada en mil salsas a cada cual más hipercalórica. Y eso nada más acercarse al paseo.

Un inicio tan desalentador podría echar por tierra los ánimos de cualquiera, máxime si esa persona —es decir, un servidor— odia las aglomeraciones humanas, una pequeña fobia que se ha ido acrecentando con el paso de los años. Así pues la combinación debería hacer que me diera la vuelta y desistir de pasar calor, cansarme y lidiar con la jungla humana. Pero continúo adelante.

Dos elementos clave me ayudan a ello. El primero de ellos es el placer innato que me produce caminar. No hay mayor libertad que andar, decidir en todo momento hacia dónde quieres dirigir tus pasos, volver hacia atrás, dar la vuelta, parar, correr, saltar… en todas direcciones, hacia arriba o hacia abajo. Puedo pasar horas deambulando por la ciudad, parques o caminos escondidos, llegar a casa y tener los pies destrozados, pero seré feliz.

No podemos olvidar la música, que me acompaña en mis paseos. Gracias a ello me aíslo del barruntar de las multitudes, los gritos de los guiris, los coches, el timbre de las bicis… todo ese ruido fuera; sólo la música, yo y mis pies. Ellos —los pies, me refiero— llegan incluso a acoplarse al ritmo de las canciones.

Camino entre miles de personas, pero apenas las veo. Y no me gustaría que fuera de otra forma.

Soy muy caluroso. Mucho, tanto que sospecho que debo manifestar algún gen ancestro de los vikingos o población semejante. El caso es que ir por la playa, sin sombra alguna, a las tres de la tarde de un día de verano soleado es duro. Y lo temía cuando, pocas semanas atrás, tomé la costumbre de andar para volver a casa. En mi cabeza se dibujaba un cuadro dramático en el que aparecía la deshidratación, insolaciones y agujetas en las piernas constantes. Pese a todo quería probarlo, porque como he dicho más arriba me encanta caminar y el hecho de vivir en una ciudad con playa era demasiado tentador.

Lo pasé mal, sobre todo los dos primeros días, ya que se dio la cuasualidad que las temperaturas despuntaron un poco más de lo habitual; como resultado llegaba a casa empapado en sudor, con las piernas como el cemento y sin ganas ni siquiera de comer. Pero en mi interior estaba contento, con las endorfinas desatadas y yo rebosante de la sensación de un día bien aprovechado. Y todavía tenía toda la tarde por delante. Mi apuesta por los paseos playeros se confirmaba como una buena idea.

A lo largo de los días me he familiarizado con la playa. Con todas ellas: la playa de San Sebastià, la de la Barceloneta, la de Vila Olímpica, la de Nova Icària, la playa de Bogatell, la de Sant Martí y la de Llevant. Muchos kilómetros de arena, infinidad de sombrillas y cuerpos esculpidos en el dolor del gimnasio luciendo palmito —daría para otro artículo la proliferación del culturismo en la playa—, una sopa típica del verano mediterráneo que queda a mi derecha mientras camino y me cruzo con los jóvenes que entran y salen de la Barceloneta, los sofisticados que comen en los restaurantes de  Port Olímpic y, finalmente, con los vecinos de toda la vida de Barcelona, que se aglutinan en la parte cercana ya a Badalona. Son cientos de rostros, con sus propias vidas, las cuales a veces uno se siente tentado de descubrir por culpa de una mochila que te llama la atención, de unas zapatillas que destacan entre la maraña de chancletas y pies descalzos en la arena. Pero sigo caminando, porque si paro no me moveré en mucho tiempo.

Los paseos playeros se han convertido en una rutina importante en mi vida; la brisa salada del mar parece limpiar mi estrés diario, ese que se acumula sin que nos demos cuenta, aunque el día haya sido tranquilo. El Mediterráneo como terapia de peeling gratuita, además de un buen chute de energía sana y natural. Recargar las pilas más allá del mediodía es un lujazo. Así lo recibe mi cuerpo y no puedo más que recomendarlo. Si no tenéis playa en vuestra ciudad, o pueblo, basta con que paseéis bajo el sol un rato; ya lo dicen los médicos: andar media hora diaria es ideal para una buena salud.

Seguiría loando las maravillas y beneficios de usar las piernas de vez en cuando para moverse por la ciudad, pero ha llegado la hora de regresar a casa y la playa me espera.

Feliz verano para quienes aún estén apurando sus últimos días. Aunque se acabe, siempre os quedarán los largos paseos vespertinos.

Fotografía: Donna ©

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