La vida es un negocio en el que no se obtiene una ganancia que no vaya acompañada de una pérdida.
-Arturo Graf-
Al cerrar la puerta, toda una vida queda atrás, atrapada en esas cuatro paredes de lo que fue mi hogar. Hoy, mi casa yace sin pulso a mis espaldas. Mi corazón palpita con fuerza, pero no consigue bombear el vacío de la ausencia, que se acumula en los recovecos de mis entrañas. El nudo en el paquete intestinal es insoportable. Una extraña sensación de pérdida inmaterial se mezcla con la nostalgia y la emoción. Salgo del edificio dando saltos de dolor, con la sensación de ir por primera vez a contracorriente, de desviarme del camino que un día de septiembre de hace ya muchos años tracé en aquel mismo lugar. Me cruzo con mis recuerdos en la escalera de las ilusiones, pero agachan la mirada. No pueden mirarme a los ojos. No puedo mirarles a la cara. Corro hacia el exterior huyendo de mis fantasmas. Escapando de mí.
Desde el portal de la incertidumbre, siento el retumbar del inmueble. Gritos de animal herido que no sé si vienen del edificio o de mi interior, en el que empiezan a crujir las vigas de madera que me sostienen en pie. Las paredes del apartamento gritan estremecidas por la soledad. Sueltan monólogos ahogados de nostalgia. Son una voz temblorosa en la noche que narra los momentos vividos en su interior y que hoy se pierden entre las grietas y el gotelé. Muros que fueron caja de resonancia de emociones y hoy quedan mudos. Me siento en el bordillo y observo la fachada intentando encontrar los hilos causales que me han llevado a abandonar mi hogar. Amenaza de derrumbe. Desahucio interior.
Vuelvo a entrar, movido por el resorte de la nostalgia que no quiere darse por vencida. Llego a la puerta, pero no puedo abrir. Ya no tengo las llaves de mi templo. Subo a la azotea. Siento el palpitar de las emociones a flor de piel, a punto de desparramarse sobre los últimos escalones. Observo desde arriba la terraza, mi terraza. El cielo amenaza tormenta. Un salto y volveré a estar en mi mundo. Un paso me separa de volver o caer al vacío. Cierro los ojos y me lanzo. En menos de un segundo mi vida en aquel lugar desfila ante mis ojos en procesión fúnebre. Es el final. Aterrizo al borde del abismo, pero estoy a salvo en mi zona de confort. Siempre lo he estado.
Escucho de nuevo las paredes mascullando. Miro hacia el interior con las lentes de aumento del pasado. Lanzan improperios, desprovistas de las imágenes que decoraban una vida que se marchó tras la puerta y no volverá. Los viejos cuadros de nostalgia siguen sin enmarcar. El gotelé aún recubre los recuerdos. El paso del tiempo ha dejado desconchones irreparables. Como arañazos, las heridas del tobogán sobre el que deslizamos en aquel lugar nunca cicatrizarán. Los muros manchados de sangre y vino sujetan las vigas de madera sobre las que colgaban mis sueños. Ya no hay nada. El frío suelo de baldosas resbaladizas brilla por las lágrimas vertidas. Baldosas sobre las que siempre mantuve el equilibrio a pesar de los tropiezos. El viejo apartamento es un silencioso velatorio sin cuerpo presente. Ha llegado el momento de echar el cerrojo definitivamente. La hora del último adiós.
Me siento al borde del abismo y abro la última cerveza ¿Qué me deparará el futuro? En el interior, mi hogar clama venganza. Le he traicionado. En el exterior, decido guardar un minuto de silencio. El último. En memoria de todos los tragos dulces y amargos vividos en aquel pequeño ático. My little homeland ya es historia. Mía y vuestra. Salto al vacío. Comienza a llover.
La ilustración que acompaña a este artículo es de Daniel Crespo.