El otro día me acordé de la época en la que no dejaba de repetir esta frase. Estuve comentándolo entre risas con unos amigos mientras nos tomábamos unas cañas. Yo tendría unos cinco o seis años y me preguntaras lo que me preguntaras yo siempre contestaba lo mismo: «a lo mejor sí, a lo mejor no».
Ahora, que tengo unos cuantos años más encima, me he dado cuenta de la razón que tenía. Yo, una visionaria pequeña e inocente, ya empezaba a darme cuenta de lo raros que somos todos.
Si nos paramos a pensarlo, la mayoría de veces nos contradecimos. Sí, pero no. Casi, pero no del todo. Te quiero, pero no puedo estar contigo. Está bien, pero no me termina. Acepto la cookie de la página web al mismo tiempo maldigo su existencia.
Parece que nadamos entre dos aguas cuando en realidad ni siquiera sabemos nadar. Si nos quitan el flotador y nos pinchan los manguitos nos hundimos hasta el fondo. No somos capaces de posicionarnos. Cuando llega el momento de elegir, de apostar al blanco o al negro, a todos nos encanta el color gris.
Y no pasa nada, no nos preocupa, nos gusta ser así. ¿Alguna vez habéis escuchado a un grupito de abuelas de pueblo hablar sobre algo alegre? Yo no. Se abanican y comen pipas mientras se quejan de que sus hijos no van a verlas por culpa de su nuera o de que la vecina de arriba pone la radio muy fuerte a partir de las doce de la noche. Y, sin embargo, les encanta sacar sus sillas a la calle y no dejar títere con cabeza. No faltan a la cita llueva, truene o haga 40 grados.
Es como esos dueños que les ponen ropa a sus perros en invierno. Ellos se sienten bien consigo mismos mientras piensan que el animal no pasa frío, que saca la lengua por el cansancio y no por el sofoco que lleva encima. Y es que hacen más de 30 grados, señor, y usted no tiene pelo pero su perro sí. En la misma categoría encontramos los que tiran un papelito al suelo y, acto seguido, miran hacia todos lados comprobando que nadie los ha pillado en su acto de mala fe. Teniendo la papelera a tres metros, el suelo sigue siendo, sin duda, la mejor opción. Ni siquiera somos capaces de llorar tranquilos y cuando se nos va a caer una lágrima en público nos faltan pañuelos para hacerla desaparecer. Coges el papel y te frotas la cara como si, por arte de magia, el problema por el que estás llorando como un bebé se fuera a esfumar para todos los restos.
Y es que no nos libramos ninguno de esa necesidad intrínseca de darle el toquecito drama queen a nuestras vidas. Parece que si estamos seguros de algo acabaremos gafándolo. En un principio todo irá sobre ruedas pero cuando mejor lo estemos pasando comenzará el declive.
No tenemos límites ni extremos. No sabemos lo que queremos y nos asusta tener algo por lo que luchar. Si somos capaces de luchar por ello es porque lo queremos demasiado y si lo queremos demasiado acabará haciéndonos daño.
Incluso muchos dicen que su mayor sueño es tocar el cielo con las manos. Siempre he pensado que este deseo es, cuanto menos, curioso.
¿Se habrá parado a pensar esta gente que la primera vez que lo toquen será también la última?