En días como hoy siempre recuerdo el silencio en las calles de Madrid la tarde del 11M. Un silencio que dolía.
Salí a dar un paseo por la calle Princesa, que se había transformado en un solar. Era una sensación extraña, como si los semáforos se hubieran puesto de luto y los adoquines se hubiesen transformado en lápidas.
Silencio. Duele.
Y los madrileños, acostumbrados a caminar deprisa como espectros solitarios, aquel día nos parábamos un instante y, sin decir nada, nos mirábamos a los ojos.
Silencio. Se comprende.
Había algo diferente en su luz, en su cielo, como si el miedo traspasara los cuerpos y se irradiara hacia fuera.
Silencio. Se tiembla.
Aquella tarde, tras la conmoción inicial y móviles que no paraban de sonar, sólo hubo eso: dolor, comprensión y miedo.
Ya llegaría el momento de buscar responsables, de aquí y de allí, de indignarse, de repetirse por qué una y otra vez, de hacerse preguntas… Y hallar respuestas molestas.
El viernes volvió a hacerse el silencio dentro de mí, volvió el miedo, un pánico irracional desde el sofá de mi casa. Ahora es tiempo de silencio, de respeto. Pronto hablaremos de cuestiones incómodas y comenzaremos con esa sentencia que pronunció Julio Anguita tras la muerte de su hijo en Iraq: «Malditas sean las guerras y los canallas que las hacen».
Silencio. Respeto.